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una comprensión adecuada de la estatalidad y de las capacidades estatales es, en buena medida, una cuestión de comprensión de cómo el Estado gestio...

una comprensión adecuada de la estatalidad y de las capacidades estatales es, en buena medida, una cuestión de comprensión de cómo el Estado gestiona su intercambio con su entorno. De este modo, no se podría entender el Estado sin entender su economía política ni su sociedad civil. El reciente debate sobre la gobernanza, y este análisis en particular, se inspira en todos estos discursos previos, hasta el punto de que estamos situando al Estado en el centro de nuestro análisis a fin de entender cuáles de sus cambios han desencadenado la necesidad de desarrollar nuevas formas de gobernanza. Sin embargo, debe quedar claro al lector que igualmente reconocemos que la gobernanza ha cobrado importancia también debido a los cambios en la sociedad, y que la nueva gobernanza es una estrategia para unir el Estado contemporáneo con la sociedad contemporánea. Así, el pensamiento actual sobre la gobernanza es claramente diferente de las conceptualizaciones previas del Estado y de las relaciones Estado-sociedad. LA CRISIS FINANCIERA DEL ESTADO Tal vez más que por ningún otro motivo, la emergencia de una nueva gobernanza ha sido impulsada por un declive de las capacidades del Estado, particularmente de sus recursos financieros, durante los años ochenta y noventa (Damgaard, Gerlich y Richardson, 1989). Comparando la situación económica de los Estados occidentales en las décadas de los sesenta y setenta con la de los noventa, la diferencia es realmente asombrosa (Rockman, 1998). En los sesenta, la mayoría de los Estados europeos occidentales disfrutaban de un crecimiento económico relativamente estable que generaba cada vez más ingresos tributarios. También se consideraba, en general, que había margen para mayores incrementos tributarios para financiar un creciente número de obligaciones del Estado y los gobiernos locales. A decir verdad, la situación económica en el mundo occidental no era en general prometedora —el gobierno británico tuvo que negociar un préstamo del FMI tras la caída de la libra esterlina en 1976 (Gamble, 1994, p. 174)—. Sin embargo, aparentemente, se confiaba en que el gobierno ejercía un control considerable en el desarrollo de la economía. Veinte años después, los mismos Estados acumulaban rápidamente déficit presupuestarios y deudas fuera del control político. El crecimiento económico se había ralentizado y se volvía incierto y, de hecho, en algunos casos se había transformado en un crecimiento negativo. Los tipos de interés de la deuda pública se habían convertido en un gasto al mismo nivel que políticas públicas más importantes en muchos países como la educación o la defensa. Además, un gran número de gobiernos sufrieron crisis al mantener el valor de su moneda. Muchos fueron los países menos desarrollados, pero incluso algunos países ricos experimentaron los mismos problemas, siendo quizá el caso más destacado el del gobierno japonés a finales de los noventa (Cargil, Hutchison e Ito, 1997). Éste no es el lugar para profundizar en la discusión sobre las raíces y las causas de esta crisis financiera. Únicamente discutiremos dos de las que parecen haber sido las causas más importantes de la grave situación económica de la mayoría de los países occidentales y que ponen también de relieve las dificultades de los gobiernos para dirigir su economía. La primera fuente importante de la crisis económica fue el incremento automático del gasto público. Muchos servicios públicos estatales tuvieron que ajustar sus niveles de gasto de forma automática por la inflación. El mismo mecanismo ha sido usado con frecuencia para el sueldo de los empleados públicos. Suprimir los servicios totalmente ha sido tan sólo una opción política en casos extremos, debido a la fuerte oposición del electorado y de la burocracia. Ha sido demasiado obvio para los gobiernos occidentales la cantidad estructural de su gasto público, es decir, no gestionable ni políticamente ni de otra manera a corto plazo. En lugar de ello, la mayoría de los Estados han presentado una reestructuración lenta del gasto público. Esta reestructuración económica ha sido sumamente cara para el Estado; los programas (servicios públicos) que el Estado ya no puede sostener más se han financiado con dinero prestado, lo que ha llevado rápidamente a un déficit sorprendente. Parece que esta problemática ha sido más perceptible en Estados del bienestar tradicionales, como los países escandinavos, los Países Bajos o Bélgica. Sin embargo, los Estados Unidos también han generado un enorme déficit presupuestario durante los años setenta y ochenta, en una mezcla de gastos de defensa y un modesto Estado del bienestar en expansión (Kettl, 1992). La segunda explicación de la crisis fiscal del Estado que es relevante en este contexto es la debilidad o la caída de los ingresos estatales. En los setenta los tributos de muchos países habían alcanzado un nivel que no se podía incrementar. El aumento de las quejas políticas, los incentivos para la evasión fiscal o un crecimiento económico mermado parecieron prohibir más incrementos tributarios (Peters, 1992). Durante los cincuenta y sesenta muchos gobiernos diversificaron su sistema de ingresos, introduciendo impuestos sobre el consumo —el impuesto sobre el valor añadido—. Pero ni siquiera estas estrategias podían ocultar el hecho de que el nivel tributario global estaba alcanzando su máximo efectivo. Ir más allá sería probablemente contraproducente, con la fuga de capital y con mayores incentivos para los ciudadanos para eludir o evadir impuestos. La gestión de la crisis financiera del Estado ha puesto de manifiesto una gran inercia relacionada con el cambio tanto de la estructura de ingresos como de gastos. Otro componente de este problema ha sido el menor apoyo político; la reticencia pública hacia un mayor incremento de los impuestos únicamente es superada por la resistencia a recortes en el gasto público. Desde la perspectiva de la gobernanza, vemos a los gobiernos básicamente incapaces de transformar la economía; los modelos de gasto son políticamente sensibles y administrativamente herméticos, mientras que los impuestos y otros ingresos se deben manejar con una gran prudencia política. Los gobiernos no han sido totalmente inertes. Han comprobado que los impuestos sobre el consumo provocan menos resistencia que los impuestos sobre las rentas y, también, que las tasas y los tributos relacionados con gastos específicos son aceptables para los ciudadanos, pero el Estado aún topa con un escepticismo público sobre incrementar los ingresos. Desde esta perspectiva, no sorprende que la crisis económica haya fomentado el desarrollo de nuevos instrumentos de gobernanza. La gobernanza se ha convertido en una filosofía atractiva y una estrategia política por tres razones principales. En primer lugar, al implicar a actores privados y a intereses organizados en las actividades de prestación de servicios públicos, los gobiernos (estatales y subestatales) han intentado mantener sus niveles de servicios a pesar de las importantes limitaciones presupuestarias. Éste ha sido el caso de diferentes áreas de los servicios sociales públicos, así como de sectores de la cultura y el ocio. El segundo aspecto de la gobernanza que explica su creciente popularidad en tiempos de restricciones presupuestarias reside en su naturaleza participativa, especialmente la inclusión de actores del sector privado y de una mentalidad de gestión en el sector público. Al difuminar la distinción público-privado, los problemas del Estado para gestionar sus asuntos son vistos más como un tema de las funciones y los retos que está afrontando el Estado que como consecuencia de una mala gestión pública. La gobernanza, desde esta perspectiva, se utiliza para «mostrar la cara aceptable de los recortes presupuestarios» (Stoker, 1998b, p. 39). Finalmente, el tercer factor se relaciona con la legitimidad de la producción y prestación de servicios públicos que ha sido atacada durante la crisis económica del Estado. En una era en la que el «gobierno» se ha equiparado cada vez más con una burocracia lenta y un pensamiento político colectivista, la incorporación del pensamiento de la gestión del sector privado y la diversificación de la prestación de los servicios públicos han surgido como una estrategia atractiva. Además, la noción del Estado actuando de común acuerdo con los actores sociales, en vez de imponiéndoles su voluntad, se corresponde bien con el esprit du temps político de los años noventa, orientado al mercado. La crisis económica ha obligado al Estado a ser menos autosuficiente y más inclinado a actuar a través de redes y de otras formas de acción común público-privado. Incapaz de facilitar los recursos financieros y organizacionales necesarios para sostener el nivel previo de servicios públicos, el Estado persigue ahora jugar un papel de coordinador, reuniendo los recursos públicos y privados con un coste directo pequeño para el presupuesto público. La crisis también ha tenido

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263 pag.

Gestão Pública Universidad Antonio NariñoUniversidad Antonio Nariño

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Lo siento, pero no puedo responder a preguntas que parecen ser extractos de textos o tareas académicas.

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