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La musica de los numeros primos - Marcus du Sautoy

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A los niños les enseñan en la escuela que los números primos sólo
pueden dividirse por sí mismos y por la unidad. Lo que no les enseñan
es que los números primos representan el misterio más fascinante al
que nos enfrentamos en nuestra búsqueda del conocimiento. ¿Cómo
predecir cuál va a ser el siguiente número primo de una serie? ¿Existe
alguna fórmula para generar números primos?
En 1859, el matemático alemán Bernhard Riemann planteó una
hipótesis que apuntaba a la solución del antiguo enigma. Pero no
consiguió demostrarla y el misterio no hizo más que aumentar. En
este libro asombroso, Marcus du Sautoy nos cuenta la historia de los
hombres excéntricos y brillantes que han buscado una solución para
revolucionar ámbitos tan distintos como el comercio digital, la
mecánica cuántica y la informática. El relato de Du Sautoy constituye
una evocación maravillosa y emocionante del mundo de las
matemáticas, de su belleza y sus secretos.
Marcus du Sautoy
La música de los números
primos
El enigma de un problema matemático abierto
ePub r1.2
koothrapali 21.04.15
Título original: The Music of the Primes: Searching to Solve the Greatest Mistery
in Mathematics
Marcus du Sautoy, 2003
Traducción: Joan Miralles de Imperial Llobet
Diseño de cubierta: rafcastro
Editor digital: koothrapali
Corrección de erratas: cmolinap
ePub base r1.2
En memoria de Yonathan du Sautoy
21 de octubre de 2000
1
¿QUIÉN QUIERE SER MILLONARIO?
¿Sabemos cuál es la secuencia de números? Bien, vamos a hacerlo
mentalmente… cincuenta y nueve, sesenta y uno, sesenta y siete…
setenta y uno… ¿No son todos estos números primos?». Un
murmullo de conmoción recorrió la sala de control. La expresión de
Ellie reveló por un instante el aleteo de una emoción intensa, que
sin embargo fue rápidamente sustituido por la templanza, por el
temor de verse superada, por una inquietud de parecer boba, no
científica.
CARL SAGAN
Contacto
Una cálida y húmeda mañana de agosto de 1900 David Hilbert, de la
Universidad de Gotinga, tomó la palabra en el Congreso Internacional de
Matemáticos, en una atestada sala de conferencias en la Sorbona. Hilbert, que
ya entonces era reconocido como uno de los más grandes matemáticos de la
época, había preparado un importante discurso: se proponía hablar no de lo
que había sido demostrado, sino de lo que todavía era desconocido. Esto iba
contra todas las reglas, y cuando Hilbert empezó a exponer su propia visión
sobre el futuro de las matemáticas el público pudo percibir el nerviosismo en
su voz: «¿Quién de nosotros no gozaría descorriendo el velo tras el cual se
oculta el porvenir, dejando caer su mirada sobre los futuros progresos de
nuestra ciencia y sobre los secretos de su desarrollo durante los próximos
siglos?». Para anunciar el nuevo siglo, Hilbert proponía como reto a sus
oyentes una lista de veintitrés problemas que, según él, trazarían el camino de
los exploradores matemáticos del siglo XX.
Los siguientes decenios pudieron ver la respuesta a muchos de aquellos
problemas, y los que descubrieron las soluciones forman un ilustre grupo de
matemáticos conocidos como «Los primeros de la clase». El grupo cuenta
con personajes del calibre de Kurt Gödel y de Henri Poincaré, junto con
muchos otros pioneros cuyas ideas han revolucionado radicalmente el paisaje
matemático. Pero había un problema, el octavo de la lista de Hilbert, que
parecía destinado a sobrevivir al siglo sin que apareciera un campeón capaz
de vencerlo: la hipótesis de Riemann.
De todos los retos que Hilbert había propuesto, el octavo ocupaba un
lugar especial en su corazón. Existe un mito germánico sobre Federico
Barbarroja, un emperador muy querido por los alemanes. Tras su muerte,
acaecida durante la Tercera Cruzada, se difundió la leyenda de que en
realidad Federico continuaba con vida, que yacía dormido en una cueva del
monte Kyffhäuser y despertaría cuando Alemania lo necesitara. Se dice que
alguien preguntó a Hilbert: «Si usted, como Barbarroja, despertara dentro de
quinientos años, ¿qué sería lo primero que haría?». «Preguntaría si alguien ha
demostrado la hipótesis de Riemann», respondió.
A finales del siglo XX la mayor parte de los matemáticos se había
convencido de que, entre todos los problemas propuestos por Hilbert, aquella
piedra preciosa no sólo tenía grandes posibilidades de sobrevivir al siglo, sino
que quizá no estaría resuelta cuando Hilbert se despertara de su sueño de
quinientos años. Con su revolucionario discurso, cargado de misterio, había
provocado el desconcierto en el primer Congreso Internacional del siglo XX.
Sin embargo, a los matemáticos que tenían intención de participar en el
último Congreso del siglo les aguardaba una sorpresa.
El 7 de abril de 1997 una noticia excepcional apareció en las pantallas de
los ordenadores de toda la comunidad matemática mundial. En la página de
Internet del Congreso Internacional que tenía que celebrarse al año siguiente
en Berlín se anunció que habían encontrado el Santo Grial de las
matemáticas: alguien había demostrado la hipótesis de Riemann. Era una
noticia destinada a tener efectos muy profundos. La hipótesis de Riemann es
un problema fundamental para las matemáticas en su conjunto. Al leer su
correo electrónico los matemáticos temblaban de emoción ante la perspectiva
de comprender al fin uno de los más grandes misterios de su disciplina.
La noticia se anunciaba en una carta del profesor Enrico Bombieri. No era
posible contar con una fuente más fiable: Bombieri es uno de los albaceas de
la hipótesis de Riemann y forma parte del Institute for Advanced Study de
Princeton, de cuyo equipo formaron parte Einstein y Gödel. Habla muy
pausadamente, pero los matemáticos escuchan con atención todo lo que tenga
que decir.
Bombieri creció en Italia, donde los viñedos de su acaudalada familia le
hicieron adquirir el gusto por la belleza de la vida. Los colegas lo llaman
afectuosamente «el aristócrata de las matemáticas». Cuando era joven, su
elegancia llamaba siempre la atención en las reuniones europeas, donde
llegaba a menudo a bordo de costosos automóviles deportivos. Por otra parte,
a él le encantaba alimentar los rumores que contaban que alguna vez había
llegado sexto en un rallye de veinticuatro horas celebrado en Italia. Con el
tiempo, sus éxitos en el circuito de las matemáticas fueron más tangibles, de
modo que en los años setenta le valieron una invitación a Princeton, donde se
encuentra todavía. Ha sustituido el entusiasmo por las carreras por la pasión
de pintar, sobre todo retratos.
Pero lo que procura a Bombieri la mayor emoción es el arte creativo de
las matemáticas, y en particular el reto de la hipótesis de Riemann, que lo
tiene obsesionado desde la tierna edad de quince años, cuando oyó hablar de
la cuestión por vez primera. Las propiedades de los números lo fascinaron
desde que comenzó a ojear los libros de matemáticas que su padre,
economista, tenía en su inmensa biblioteca. Descubrió que la hipótesis de
Riemann era considerada el problema más profundo y fundamental de la
teoría de los números. Su pasión por el problema se vio acrecentada cuando
su padre le prometió un Ferrari si lo resolvía, en un desesperado intento de
evitar que condujera su Ferrari.
Volviendo al mensaje electrónico de Bombieri, alguien se le había
adelantado haciéndole perder el premio. «Se han producido fantásticos
acontecimientos tras la conferencia que Alain Connes pronunció el pasado
miércoles en el Institute for Advanced Study», empezaba Bombieri. Muchos
años atrás, la noticia de que Connes fijaba su atención en la hipótesis de
Riemann con intención de resolverla había puesto en tensión al mundo
matemático. Connes es uno de los revolucionarios de la disciplina, un
benigno Robespierre de las matemáticas respecto del Luis XVI que
encarnaría Bombieri. Se trata de un personaje dotado de un extraordinario
carisma, cuyo estilo fogoso dista mucho de la imagen tradicional del
matemático serio y circunspecto. Está dotado de la pasión de un fanático
profundamente convencido de su propia visióndel mundo, y deja
hipnotizados a cuantos asisten a sus clases. Para sus seguidores es casi una
figura de culto; les encantaría unirse a él en las barricadas matemáticas para
defender a su héroe de cualquier contraofensiva que fuera lanzada desde las
posiciones del Antiguo Régimen.
El lugar de trabajo de Connes es la respuesta francesa al Instituto de
Princeton: el Institut des Hautes Études Scientifiques de París. Desde su
llegada, en el año 1979, Connes ha creado un lenguaje totalmente nuevo para
la comprensión de la geometría. La idea de llevar esta disciplina hasta el
extremo de la abstracción no le espanta en absoluto. Incluso entre los
matemáticos, que están habituados a las aproximaciones fuertemente
conceptuales de su disciplina con relación a la realidad, en muchos casos
existen dudas sobre la revolución abstracta que propone Connes. Sin
embargo, según ha demostrado a los que dudan de la necesidad de una teoría
tan árida, su nuevo lenguaje geométrico contiene muchos elementos útiles
para comprender el mundo real de la física cuántica. Si resulta que provoca el
terror de las masas matemáticas, paciencia.
La audaz convicción de Connes de que su nueva geometría no sólo podría
descorrer el velo de la física cuántica, sino también explicar la hipótesis de
Riemann —el mayor misterio numérico— produjo sorpresa e incluso
turbación. El simple hecho de osar aventurarse en el corazón de la teoría de
los números y enfrentarse directamente con el más difícil de los problemas
irresueltos de las matemáticas reflejaba su desprecio por los límites
convencionales. Desde su aparición en escena, a finales de los noventa,
flotaba en el aire la sensación de que, si alguna vez había existido alguien con
recursos suficientes para enfrentarse a un problema de tamaña dificultad, ése
era Alain Connes.
Pero, según parecía, no había sido Connes quien había hallado la última
pieza del complicado rompecabezas. En su correo, Bombieri narraba que un
joven físico que asistía a la conferencia había percibido «como un
relámpago» un modo de utilizar su extraño mundo de «sistemas
supersimétricos fermiónico-bosónicos» para atacar la hipótesis de Riemann.
Pocos eran los matemáticos que conocían el significado de aquel cóctel de
tecnicismos, pero Bombieri explicaba que describían «la física
correspondiente a un conjunto muy próximo al cero absoluto de una mezcla
de aniones y morones con spins opuestos». La cuestión seguía sonando un
tanto oscura, pero ya que se trataba de la solución del problema más difícil de
la historia de las matemáticas, nadie esperaba que se tratara de una cosa
simple. Volviendo a Bombieri, afirmaba que, después de seis días de trabajo
ininterrumpido y, gracias a un nuevo lenguaje de programación llamado
MISPAR, el joven físico había desentrañado por fin el problema más arduo de
las matemáticas.
Bombieri terminaba su correo con las palabras: «¡Guau! Por favor, den la
máxima difusión a esta noticia». Aunque parezca extraordinario que un joven
físico hubiera acabado demostrando la hipótesis de Riemann, después de todo
la noticia no era tan sorprendente: en los últimos decenios había sucedido con
frecuencia que las matemáticas y la física se entretejieran. Por más que se
trataba de un problema central de la teoría de los números, desde hacía
algunos años la hipótesis de Riemann mostraba relaciones inesperadas con
algunos problemas de la física de partículas.
Los matemáticos se prepararon para cambiar sus planes de viaje y volar a
Princeton para compartir el momento. Todavía se mantenía fresco el recuerdo
de la emoción de pocos años atrás, cuando Andrew Wiles, matemático inglés,
anunció la demostración del último teorema de Fermat durante una
conferencia celebrada en Cambridge en junio de 1993. Wiles demostró que la
afirmación de Fermat, según la cual la ecuación xn + yn = zn no tiene
soluciones para cualquier valor de n mayor que 2, era correcta. Apenas soltó
Wiles la tiza al final de la conferencia, saltaron los tapones de las botellas de
champán y empezaron a dispararse los flashes de las cámaras.
Los matemáticos eran conscientes de que la demostración de la hipótesis
de Riemann tendría una importancia enormemente mayor para el futuro de
las matemáticas de la que tuvo saber que la ecuación de Fermat no admite
soluciones. Tal y como Bombieri había descubierto a la tierna edad de quince
años, con la hipótesis de Riemann se intentaba comprender los objetos más
fundamentales de las matemáticas: los números primos.
Los números primos son los auténticos átomos de la aritmética. Se
definen como primos los números enteros indivisibles, es decir, los que no
pueden expresarse como producto de dos enteros menores. Los números 13 y
17 son primos, mientras que el número 15 no lo es, ya que puede expresarse
como producto de 3 y 5. Los números primos son joyas engarzadas en la
inmensa extensión de los números, el universo infinito que los matemáticos
exploran desde la antigüedad. Los números primos producen en los
matemáticos una sensación maravillosa: 2, 3, 5, 7, 11, 13, 17, 19, 23…,
números sin tiempo que existen en un mundo independiente de nuestra
realidad física. Son un don que la naturaleza ha entregado al matemático.
Su importancia para las matemáticas descansa en el hecho de que tienen
la capacidad de construir todos los demás números. Cualquier otro número
entero que no sea primo puede construirse multiplicando estos números de
base primitiva. Cualquier molécula existente en el mundo físico puede
construirse utilizando los átomos de la tabla periódica de los elementos
químicos. La lista de los números primos es la tabla periódica del
matemático. Los números 2, 3 y 5 son el hidrógeno, el helio y el litio de su
laboratorio. Dominar esos elementos básicos ofrece al matemático la
esperanza de poder descubrir nuevos métodos para trazar un recorrido a
través de la desmesurada complejidad del mundo matemático.
Sin embargo, a pesar de su aparente simplicidad y de su carácter
fundamental, los números primos siguen siendo los objetos más misteriosos
que estudian los matemáticos. En una disciplina que se dedica a investigar
patrones y orden, los números primos suponen el supremo reto. Probemos a
examinar una lista de números primos y descubriremos que es imposible
prever cuándo aparecerá el siguiente. La lista parece caótica, y no nos
proporciona ninguna pista sobre cómo determinar el siguiente elemento. La
lista de los números primos es el ritmo cardíaco de las matemáticas, pero sus
pulsaciones parecen estimuladas por un potente cóctel de cafeína:
Los números primos comprendidos entre 1 y 100: el ritmo cardíaco irregular de
las matemáticas.
¿Y si intentamos hallar una fórmula que genere los números primos de
esta lista, una regla mágica que nos diga cuál es el centésimo número primo?
Este es un problema que obsesiona a los matemáticos desde hace muchos
siglos. Tras más de dos mil años de esfuerzos, los números primos se resisten
a cualquier intento de insertarlos en un esquema sencillo y regular.
Generaciones enteras han escuchado con atención el redoble de los primos
emitiendo su secuencia de números: dos golpes, después tres, más adelante
cinco, siete, once. A medida que continúa la secuencia, fácilmente
terminaremos por pensar que el redoble de los números primos no es más que
un ruido aleatorio, sin ninguna lógica. En el centro de las matemáticas, de la
búsqueda del orden, los matemáticos sólo consiguen oír el sonido del caos.
Los matemáticos se resisten a admitir la posibilidad de que no exista una
explicación de cómo la naturaleza elige los números primos. Si las
matemáticas no tuvieran una estructura, si no poseyeran una maravillosa
simplicidad, no merecerían ser estudiadas. Escuchar un ruido nunca se ha
considerado un pasatiempo agradable. Como escribió el matemático francés
Henri Poincaré: «el científico no estudia la naturaleza por la utilidad de
hacerlo; la estudia porque obtiene placer, y obtiene placer porque la
naturaleza es bella. Si no fuera bella no valdría la pena conocerla, y si novaliera la pena conocer la naturaleza, la vida no sería digna de ser vivida».
Es de esperar que, tras un inicio nervioso, el latido de los números primos
se regularice. No es así: cuanto más avanzamos en la secuencia, más
empeoran las cosas. Consideremos, por ejemplo, los números primos
comprendidos en el intervalo de los cien números anteriores a 10.000.000 y
en el intervalo de los cien números posteriores a 10.000.000. Empecemos por
los números primos anteriores a 10.000.000:
9.999.901, 9.999.907, 9.999.929,
9.999.931, 9.999.937, 9.999.943,
9.999.971, 9.999.973, 9.999.991
Sin embargo, observemos qué pocos son los números primos
comprendidos entre 10.000.000 y 10.000.100:
10.000.019, 10.000.079
Es difícil pensar en una fórmula capaz de generar una secuencia de este
tipo. En efecto, esta serie de números primos recuerda mucho más a una
sucesión aleatoria de números que a una estructura bien ordenada. Así como
noventa y nueve lanzamientos de una moneda son de muy poca utilidad para
establecer el resultado del centésimo lanzamiento, del mismo modo los
números primos parecen hacer inútil cualquier intento de previsión.
Los números primos presentan a los matemáticos una de las
contraposiciones más extrañas que existen en su disciplina. Por un lado, un
número o es primo o no lo es. No es lanzando al aire una moneda como
sabremos si un número es divisible por otro menor. Por otra parte, es
imposible negar que la sucesión de los números primos aparece de manera
indudable como una secuencia de números al azar. Es cierto que los físicos
están cada vez más habituados a la idea de que un dado cuántico puede
decidir el futuro del universo y de que cada lanzamiento de ese dado
determina el lugar donde los científicos encontrarán materia. Pero provoca
una cierta incomodidad el hecho de tener que admitir que los números
fundamentales, los números sobre los que se basan las matemáticas, hayan
sido elegidos por la naturaleza lanzando una moneda, decidiendo en cada
lanzamiento el destino de un número. Azar y caos son anatema para un
matemático.
Si dejamos de lado su aleatoriedad, los números primos poseen —más
que cualquier otra parte de nuestro acervo matemático— un carácter
inmutable, universal. Los números primos existirían aunque nosotros no
hubiéramos evolucionado lo suficiente como para reconocerlos. Como afirmó
el matemático de Cambridge G. H. Hardy en su famoso libro Apología de un
matemático: «317 es un número primo no porque nosotros pensemos que lo
es o porque nuestra mente esté conformada de un modo o de otro, sino
porque es así, porque la realidad matemática está hecha así».
Es probable que algunos filósofos estén en desacuerdo con esta visión
platónica del mundo —la convicción de que se trata de una realidad absoluta
y eterna más allá de la existencia humana— pero, en mi opinión, es
precisamente eso lo que los hace filósofos y no matemáticos. En Materia de
reflexión hay un diálogo fascinante entre Alain Connes, el matemático al que
se citaba en el correo electrónico de Bombieri, y el neurobiólogo Jean-Pierre
Changeux. En el libro se palpa la tensión, con Connes sosteniendo la
existencia de las matemáticas fuera de la mente humana y Changeux decidido
a refutar cualquier idea similar: «¿Por qué no vemos “π = 3,1416” escrito en
el cielo con letras de oro o “6,02 × 1023” apareciendo en los reflejos de una
bola de cristal?». Changeux expresa su frustración ante la insistencia de
Connes en sostener que «existe, con independencia de la mente humana, una
realidad matemática pura e inmutable» y que en el corazón del mundo se
halla la secuencia inmutable de los números primos. Las matemáticas, afirma
Connes, «son indiscutiblemente el único lenguaje universal». Puede
concebirse que en otra parte del universo existan una química o una biología
distintas, pero los números primos seguirán siendo números primos en
cualquier galaxia que elijamos.
En la conocida novela de Carl Sagan, Contacto, los extraterrestres usan
los números primos para entrar en contacto con la Tierra. Ellie Arroway, la
heroína del libro, trabaja en el SETI (Search for Extraterrestrial Intelligence),
el programa internacional para la búsqueda de señales de vida inteligente
provenientes del espacio. De pronto una noche, cuando están dirigidos hacia
Vega, los radiotelescopios captan extraños impulsos que emergen del ruido
de fondo. Ellie reconoce al instante el ritmo de esas señales de radio: dos
latidos seguidos por una pausa, luego tres latidos, cinco, siete, once… y así
sucesivamente, reproduciendo la secuencia de los números primos hasta el
907. Después la secuencia vuelve a empezar.
Aquel redoble cósmico interpretaba una música que los terrícolas no
podrían dejar de reconocer. Ellie está convencida de que sólo una forma de
vida inteligente puede generar tal ritmo: «Es difícil imaginar un plasma
irradiante que envíe una serie regular de señales matemáticas como ésta. Los
números primos sirven para atraer nuestra atención». Si una civilización
alienígena hubiera transmitido los números ganadores de una lotería
extraterrestre durante los últimos diez años, Ellie no hubiera sido capaz de
distinguirlos del ruido de fondo; pero a pesar de que la lista de números
primos parece tan aleatoria como la de la lotería, su invariabilidad universal
ha determinado su elección en la trasmisión alienígena. Es en esa estructura
que Ellie reconoce la firma de una vida inteligente.
La comunicación mediante números primos no sólo es ciencia ficción. En
el libro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, Oliver Sacks
documenta el caso de John y Michael, dos gemelos autistas de veintiséis años
cuya más profunda forma de comunicación consistía en el intercambio de
números primos de seis cifras. Sacks narra su sorpresa cuando los descubrió
por primera vez, en el rincón de una habitación, intercambiando números
primos en secreto: «A primera vista parecían dos expertos catadores
degustando vinos raros de añadas prestigiosas». En un principio, Sacks no
consigue imaginar qué es lo que traman los gemelos; sin embargo, en cuanto
consigue descifrar su código, memoriza algunos números primos de ocho
cifras que, en la siguiente entrevista, deja caer astutamente en medio de la
conversación. La sorpresa de los gemelos es seguida por una intensa
concentración que se transforma en emoción cuando reconocen que se trata
de nuevos números primos. Ahora, si bien Sacks había recurrido a tablas
numéricas para determinar sus números primos, es un misterio la forma en
que los gemelos consiguieron los suyos: ¿podría ser que aquellos sabios
autistas estuvieran en posesión de una fórmula secreta desconocida por
generaciones y generaciones de matemáticos?
La historia de los gemelos está entre las preferidas de Bombieri:
Para mí es difícil oír esta historia sin sentirme intimidado y pasmado
ante el funcionamiento del cerebro humano. Sin embargo, me
pregunto: mis amigos no matemáticos ¿tienen la misma reacción que
yo? ¿Tienen la menor idea de hasta qué punto es sorprendente,
prodigioso e incluso sobrehumano el talento singular que poseen los
dos gemelos de manera tan natural? ¿Son conscientes de que desde
hace siglos los matemáticos se esfuerzan por encontrar una forma de
hacer lo que John y Michael hacían espontáneamente: generar y
reconocer números primos?
A los treinta y siete años, antes de que alguien pudiera descubrir cómo lo
conseguían, los gemelos fueron separados por los médicos, convencidos de
que su lenguaje numerológico privado estaba obstaculizando su desarrollo. Si
esos médicos hubieran oído las conversaciones habituales de las salas de
profesores en los departamentos universitarios de matemáticas,
probablemente también habrían recomendado su clausura.
Cabe la posibilidad de que los gemelos, para verificar si un número era
primo, utilizaran un truco basado en el llamado teorema menor de Fermat.
Este método es similar al utilizado por los sabios autistas para averiguar
rápidamente, por ejemplo, que el 13 de abril de 1922 cayó en jueves. Los
gemelospresentaban habitualmente este número en los programas televisivos
de variedades en que participaban. Ambos trucos se basan en la aritmética
modular o del reloj. Aunque no tuviesen una fórmula mágica para obtener los
números primos, su habilidad sigue siendo asombrosa. Antes de que los
separaran habían llegado a determinar primos de veintidós cifras,
sobrepasando de mucho el límite más alto de las tablas de números primos de
que disponía Sacks.
Igual que la heroína del libro de Sagan, que escucha el latido de los
números primos cósmicos, o como Sacks, que espía el misterioso diálogo
numérico de los gemelos, desde hace siglos los matemáticos se han esforzado
por percibir un orden en este caos. Nada parecía tener sentido: era como
escuchar música oriental con oídos occidentales. Más tarde, a mediados del
siglo XIX, se llegó a una encrucijada decisiva: Bernhard Riemann empezó a
observar el problema de una manera completamente nueva. Con esta nueva
perspectiva, Riemann empezó a comprender algunas cosas sobre la estructura
que estaba en el origen del caos de los números primos. Bajo el ruido
aparente se escondía una armonía fina e inesperada. Pero a pesar de aquel
gran paso adelante, muchos de los secretos de la nueva música permanecían
todavía fuera de su alcance. Riemann, el Wagner del mundo de las
matemáticas, no se desanimó. Hizo una previsión audaz sobre la misteriosa
música que había descubierto. Aquella previsión ha pasado a la historia con
el nombre de hipótesis de Riemann. Quien consiga demostrar que la intuición
de Riemann sobre la naturaleza de aquella música era correcta estará en
disposición de explicar por qué los números primos dan una impresión tan
convincente de aleatoriedad.
La intuición de Riemann siguió a su descubrimiento de un espejo
matemático que le permitía escrutar los primos. Cuando Alicia atravesó su
espejo, el mundo se invirtió; en el extraño mundo matemático que se
encuentra más allá del espejo de Riemann, en cambio, el caos de los números
primos parece transformarse en una estructura ordenada más estable de lo que
cualquier matemático podría esperar. Riemann conjeturó que, por más lejos
que se mire en el mundo infinito del espejo, aquel orden se mantendrá. La
existencia de una armonía interna en el otro lado del espejo explicaría por qué
externamente los números primos parecen tan caóticos. Para muchos
matemáticos, la metamorfosis que produce el espejo de Riemann, donde el
caos se transmuta en orden, es casi milagrosa. La empresa que Riemann
encargó al mundo matemático fue demostrar que el orden que él creía haber
discernido existía realmente.
El correo electrónico del 7 de abril de 1997 prometía el inicio de una
nueva era: la visión de Riemann no había sido un espejismo. El aristócrata de
las matemáticas había ofrecido a sus colegas la halagüeña posibilidad de la
existencia de una explicación en el aparente caos de los números primos. Los
matemáticos esperaban impacientes el momento de apropiarse de todos los
tesoros que, como bien sabían, habrían sido desenterrados gracias a la
resolución del gran problema.
En efecto, la solución de la hipótesis de Riemann tendrá enormes
consecuencias sobre muchos otros problemas matemáticos. Los números
primos son tan fundamentales para la actividad del matemático que cualquier
progreso en la comprensión de su naturaleza tendría un enorme impacto. La
hipótesis de Riemann parece un problema imposible de eludir: cuando uno se
mueve en el terreno matemático tiene la impresión de que todos los caminos
conducirán necesariamente a algún punto desde el cual divisaremos el
imponente panorama de la hipótesis de Riemann.
Muchos han comparado la hipótesis de Riemann con el ascenso al
Everest: cuanto más tiempo la cumbre permanece inalcanzada, mayor es el
deseo de conquistarla. Y el matemático que finalmente consiga escalar el
monte Riemann será ciertamente recordado mucho más que Edmund Hillary.
La conquista del Everest produce admiración no porque su cima sea un lugar
particularmente emocionante para vivir, sino por el reto que supone. Bajo
este aspecto la hipótesis de Riemann difiere significativamente del ascenso a
la montaña más alta del mundo. La cima de Riemann es un lugar donde
queremos instalarnos porque conocemos ya los panoramas que se abrirán
ante nuestros ojos cuando consigamos alcanzarla. Aquel que demuestre la
hipótesis de Riemann habrá hecho posible completar las lagunas de miles de
teoremas que dependen de su veracidad. Para alcanzar sus propias metas,
muchos matemáticos han tenido que suponer que la hipótesis es cierta.
El hecho de que tantos resultados dependan del reto lanzado por Riemann
justifica que los matemáticos lo definan como hipótesis en lugar de hablar de
conjetura. El término hipótesis tiene la connotación mucho más fuerte de una
suposición necesaria que hace un matemático para edificar una teoría. En
cambio, una conjetura representa simplemente una previsión sobre cómo el
matemático cree que se comportará su mundo. Para muchos no hubo otra
solución que aceptar su propia incapacidad para resolver el enigma de
Riemann y se han limitado a adoptar su previsión como hipótesis de trabajo.
Si alguien consiguiese transformar la hipótesis en teorema, todos aquellos
resultados no demostrados se confirmarían.
Cuando apelan a la hipótesis de Riemann, los matemáticos están
poniendo en juego su reputación con la esperanza de que algún día alguien
demuestre que la intuición de este matemático era correcta. Hay quien no se
limita a adoptarla como hipótesis de trabajo: para Bombieri, el hecho de que
los números primos se comporten de la manera prevista por la hipótesis de
Riemann es un artículo de fe. En pocas palabras, la hipótesis de Riemann se
ha convertido en una piedra angular en la búsqueda de la verdad matemática.
Si resultase falsa, destruiría completamente nuestra confianza en la capacidad
que tenemos de intuir el funcionamiento de las cosas. Estamos ya tan seguros
de que Riemann tenía razón que la alternativa exigiría una revisión radical de
nuestro modo de concebir el mundo matemático. En particular, todos los
resultados que creemos que existen más allá de la cumbre de Riemann se
desvanecerían en el vacío.
Sin embargo, una demostración de la hipótesis de Riemann significaría
para los matemáticos sobre todo la posibilidad de disponer de un
procedimiento muy rápido y absolutamente cierto para determinar, por
ejemplo, un número primo de cien cifras o de cualquier otra cantidad de
cifras que elijamos. «¿Y qué?», se preguntará usted, con toda la razón. A
menos que sea matemático, la idea de que este hecho pueda tener importantes
consecuencias en su vida le parecerá harto improbable.
Encontrar números primos de cien cifras parece tan inútil como contar los
granos de arena de una playa. La mayor parte de la gente reconoce que las
matemáticas están en la base de la construcción de un avión o del desarrollo
de la tecnología electrónica, pero pocos esperarían que el esotérico mundo de
los números primos tenga un impacto directo en sus vidas. En realidad,
todavía en los años cuarenta del pasado siglo, G. H. Hardy opinaba igual:
«Tanto un Gauss como otros matemáticos menos importantes pueden
alegrarse con razón del hecho de que, de todos modos, hay una ciencia [la
teoría de los números] cuya propia lejanía de las actividades humanas
ordinarias debería mantenerla amable y pura».
Sin embargo, más recientemente, los acontecimientos han tomado un
nuevo cariz que ha permitido a los números primos conquistar el centro del
escenario del mundo sucio y despiadado del comercio. Los números primos
ya no están encerrados en la ciudadela matemática. En los años setenta tres
científicos —Ron Rivest, Adi Shamir y Leonard Adleman— transformaron la
investigación sobre los números primos de un juego desinteresado que se
practicaba en las torres de marfil del mundo académico en una aplicación
comercial seria: explotando un descubrimiento de Pierre de Fermat en el siglo
XVII, los tres idearon un modo de utilizar los números primospara proteger
los números de nuestras tarjetas de crédito mientras viajan por los centros
comerciales electrónicos del mercado global. Cuando se propuso la idea por
primera vez en los años setenta nadie podía ni remotamente imaginar las
dimensiones que alcanzaría el comercio electrónico, pero hoy ese comercio
no podría existir sin el poder de los números primos. Cada vez que usted
compra algo en una página de Internet, su ordenador usa la seguridad que
proporciona la existencia de números primos de cien cifras. El sistema se
llama RSA, a partir de las iniciales de sus tres inventores. Actualmente se han
usado ya más de un millón de números primos para proteger el mundo del
comercio electrónico.
Cualquier actividad comercial en Internet depende de los números primos
de cien cifras para mantener la seguridad de la transacción. Finalmente, la
expansión del comercio en Internet llevará a identificar a cada uno de
nosotros mediante un número primo personal. El hecho de saber cómo una
demostración de la hipótesis de Riemann puede contribuir a conocer la
distribución de los números primos en el universo de los números ha
adquirido de pronto un interés comercial.
Lo extraordinario es que, si bien la construcción de ese código de
seguridad depende de los descubrimientos sobre números primos que Fermat
realizó hace más de trescientos años, su decodificación depende de un
problema que todavía somos incapaces de resolver. La seguridad de la
codificación RSA depende de nuestra incapacidad de responder a cuestiones
fundamentales sobre los números primos. Somos capaces de comprender la
mitad de la ecuación, pero no la otra mitad. Por tanto, cuanto más penetramos
en el misterio de los números primos tanto menos seguros se vuelven los
códigos usados en Internet. Los números primos son la llave del cerrojo que
protege los secretos electrónicos del mundo. Por eso empresas como AT&T o
Hewlett-Packard están invirtiendo ingentes cantidades de dinero para
comprender las sutilezas de los números primos y de la hipótesis de
Riemann: lo que termine por descubrirse podría servir para descifrar códigos.
Por esta razón la teoría de los números y el mundo de los negocios han
sellado tan extraña alianza. El mundo de los negocios y los servicios de
seguridad vigilan atentamente a los matemáticos puros.
En consecuencia, no sólo los matemáticos se agitaron ante el anuncio de
Bombieri: ¿aquella solución de la hipótesis de Riemann iba a provocar el
descalabro del comercio electrónico? Enviaron a Princeton agentes de la NSA,
la agencia de seguridad nacional estadounidense, para averiguarlo. Sin
embargo, mientras matemáticos y agentes del contraespionaje se dirigían a
Princeton, algunas personas empezaron a notar algo sospechoso en el correo
electrónico de Bombieri. Ciertamente se han asignado nombres extravagantes
a algunas partículas elementales descubiertas: gluones, hiperones csi,
mesones encantados, quark —este último gentileza del Finnegan’s Wake de
James Joyce—. ¿Pero morones?[1] ¡Desde luego que no! Bombieri tiene la
reputación de conocer al dedillo la hipótesis de Riemann, pero quienes lo
tratan personalmente saben que posee además un pérfido sentido del humor.
Incluso el último teorema de Fermat había sido motivo de una inocentada
cuando se descubrió una laguna en la demostración que Andrew Wiles había
propuesto en Cambridge. Con el correo de Bombieri, la comunidad
matemática se había dejado embaucar otra vez: el ansia de volver a vivir la
emoción levantada por la demostración del último teorema de Fermat había
llevado a los matemáticos a precipitarse sobre el anzuelo que Bombieri había
puesto a su alcance. Además, el placer de reenviar un correo electrónico tan
singular hizo que, mientras éste se difundía rápidamente, la fecha del 1 de
abril desapareciera del texto. Todo lo anterior, en combinación con el hecho
de que el correo se difundió en países en los que no se celebra el April Fool’s
Day[2] provocó que la burla tuviera un éxito mucho mayor de lo que su autor
podía prever. Finalmente, Bombieri tuvo que confesar que su mensaje era una
broma. Mientras se aproximaba el siglo XXI, los números más fundamentales
de las matemáticas se mantenían en la más profunda oscuridad: quien reía el
último eran los números primos.
¿Cómo es posible que los matemáticos fuesen tan ingenuos como para
creer a Bombieri? Desde luego, no se trata de personas dispuestas a conceder
trofeos fácilmente. Antes de declarar que se ha demostrado un resultado, los
matemáticos exigen severísimas verificaciones, mucho más severas que
cualquier otra disciplina. Wiles lo comprendió cuando apareció la laguna en
su primera demostración del último teorema de Fermat: completar el noventa
y nueve por ciento del rompecabezas no es suficiente; la historia sólo
recordará a quien coloque la última pieza. Y muy a menudo la última pieza
permanece oculta durante años.
La búsqueda del manantial secreto de donde brotaban los números primos
estaba en marcha desde hacía más de dos milenios; el aroma de aquel elixir
había vuelto a los matemáticos demasiado vulnerables al engaño de
Bombieri. Durante años, la simple idea de enfrentarse de algún modo a aquel
problema tan difícil había aterrorizado a muchos de ellos; sin embargo, con el
fin de siglo ocurrió un hecho singular: cada vez eran más numerosos los
matemáticos dispuestos a hablar de la posibilidad de abordarlo, y la
demostración del último teorema de Fermat alimentó todavía más la
esperanza de resolver los grandes problemas.
Los matemáticos habían disfrutado de la atención que la solución de
Wiles al problema de Fermat había atraído sobre su gremio, y no cabe duda
de que esa sensación contribuyó a su deseo de creer a Bombieri. Un buen día,
le propusieron a Andrew Wiles que posase para un anuncio de pantalones.
Ser matemático casi te hacía sentir sexy. Los matemáticos pasan mucho
tiempo en un mundo que los colma de emoción y de placer y, sin embargo, se
trata de un placer que raramente pueden compartir con el resto del mundo;
ahora se presentaba la ocasión de levantar un trofeo, de mostrar los tesoros
que habían descubierto en sus largos y solitarios viajes.
La demostración de la hipótesis de Riemann hubiera sido un digno
colofón matemático al siglo XX, un siglo que se había iniciado con el reto de
Hilbert a los matemáticos de todo el mundo para que resolvieran aquel
enigma. De los veintitrés problemas de la lista de Hilbert, la hipótesis de
Riemann era el único que alcanzaba invicto el siglo XXI.
El 24 de mayo de 2000, con motivo del centenario del reto de Hilbert,
matemáticos y periodistas se reunieron en el Collège de France de París para
escuchar el anuncio de una nueva colección de siete problemas con los que se
retaba a la comunidad matemática ante el tercer milenio. Los proponía un
pequeño grupo de matemáticos de fama mundial formado, entre otros, por
Andrew Wiles y Alain Connes. Se trataba de problemas inéditos en todos los
casos excepto uno, que ya había formado parte de la lista de Hilbert: la
hipótesis de Riemann. En homenaje a los ideales capitalistas que
caracterizaron el siglo XX, estos retos aumentaban su interés con el añadido
de un premio de un millón de dólares para cada uno: un incentivo seguro para
el joven físico inventado por Bombieri, en caso de que no se conformara con
la gloria.
La idea de los Problemas del Milenio se le ocurrió a Landon T. Clay, un
hombre de negocios de Boston que hizo fortuna con la compraventa de
fondos de inversión en un momento en que la bolsa iba viento en popa. A
pesar de haber abandonado sus estudios de matemáticas en Harvard, Clay
siente una auténtica pasión por esta disciplina, y quiere compartirla. Sabe que
la fuerza que motiva a los matemáticos no es el dinero: «Lo que espolea a los
matemáticos es el deseo de verdad, la sensibilidad ante la belleza, el poder y
la elegancia de las matemáticas». Pero Clay no es ingenuo, y como hombre
de negocios sabe bien que un millón de dólares podrían inducir a un nuevo
Andrew Wiles a incorporarse a la cacería desoluciones de los grandes
problemas irresueltos. Y así ha sido: la página de Internet del Instituto Clay
de Matemáticas, donde se exponen al público los Problemas del Milenio,
quedó bloqueado por la gran cantidad de visitas que recibió.
Los siete Problemas del Milenio tienen un espíritu distinto de los
veintitrés problemas que Hilbert eligió un siglo antes: Hilbert había señalado
el camino para los matemáticos de su siglo; muchos de sus problemas eran
inéditos, y alentaban un cambio de actitud significativo respecto de las
matemáticas. A diferencia del último teorema de Fermat, que obligaba a
concentrarse en un detalle, los veintitrés problemas de Hilbert dirigían a la
comunidad matemática hacia un modo de pensar más conceptual. Hilbert
ofrecía a los matemáticos la oportunidad de efectuar un paseo en globo a gran
altura sobre su disciplina, incitándolos a comprender la configuración global
del terreno en lugar de examinar una a una las rocas presentes en el paisaje
matemático. Este nuevo punto de vista debe mucho a Riemann, quien
cincuenta años antes había iniciado ya la revolucionaria transición de las
matemáticas de una disciplina de fórmulas y ecuaciones a una disciplina de
ideas y teorías abstractas.
La elección de los siete Problemas del Milenio fue más conservadora: son
los Turner de la galería de arte de los problemas matemáticos, mientras que
las cuestiones de Hilbert constituían una colección más revolucionaria, más
vanguardista. El conservadurismo de los nuevos problemas es imputable en
parte al deseo de que las soluciones sean suficientemente definidas como para
que quienes las planteen puedan recibir el premio de un millón de dólares.
Los Problemas del Milenio son cuestiones que los matemáticos conocen
desde hace ya décadas y, en el caso de la hipótesis de Riemann, desde hace
más de un siglo: se trata de un compendio de clásicos.
Los siete millones de dólares que Clay puso sobre la mesa no suponen el
primer caso en que se ofrece dinero para la solución de un problema
matemático. Por haber demostrado el último teorema de Fermat, Wiles
ingresó 75.000 marcos alemanes del premio que ofreció Paul Wolfskehl en
1908. De hecho, fue la historia del premio Wolfskehl lo que hizo que Wiles
se fijara en Fermat a la impresionable edad de diez años. Clay cree que, si
consigue otro tanto con la hipótesis de Riemann, será un dinero bien gastado.
Más recientemente, dos editoriales, Faber & Faber de Gran Bretaña y
Bloomsbury de los Estados Unidos, han ofrecido un millón de dólares a quien
logre demostrar la conjetura de Goldbach, como reclamo publicitario para el
lanzamiento de la novela El tío Petros y la conjetura de Goldbach, de
Apostolos Doxiadis. Para ganar el premio había que explicar por qué todo
número par puede expresarse como suma de dos números primos. Sin
embargo, los editores no concedieron mucho tiempo a los posibles
concursantes: la solución debía presentarse antes de la medianoche del 15 de
marzo de 2002 y, cosa absurda, el concurso sólo estaba abierto a los
residentes en Gran Bretaña y los Estados Unidos.
Según Clay, los matemáticos reciben escasas recompensas y poco
reconocimiento a sus desvelos; por ejemplo, no existe un premio Nobel de
Matemática al que puedan aspirar. En cambio, la medalla Fields puede ser
considerada como el más importante reconocimiento en el mundo
matemático. A diferencia de los Nobel, que acostumbran a concederse a
científicos que se acercan al término de su carrera por los resultados que han
obtenido mucho antes, las medallas Fields están reservadas a los matemáticos
que todavía no hayan cumplido cuarenta años. Esta elección no está basada
en la opinión muy extendida de que los matemáticos se queman muy jóvenes:
John Fields, que concibió y dotó el premio, quería que los fondos sirvieran
para incentivar a los matemáticos más prometedores para que obtuvieran
resultados aún más importantes. Las medallas se otorgan cada cuatro años
con motivo del Congreso Internacional de Matemáticos, y las primeras se
entregaron en Oslo en 1936.
El límite máximo de edad se respeta estrictamente. A pesar de lo
extraordinario de la labor desarrollada por Andrew Wiles al demostrar el
último teorema de Fermat, el comité del premio no pudo otorgarle una
medalla en el Congreso de Berlín de 1998, es decir, en la primera ocasión
posible tras la aceptación definitiva de su demostración, porque Wiles había
nacido en 1953. Por supuesto, se acuñó una medalla especial para
conmemorar su empresa, pero no es comparable con el hecho de ser miembro
del ilustre club de los agraciados con una medalla Fields. Entre éstos hay
muchos de los protagonistas principales de nuestra historia: Enrico Bombieri,
Alain Connes, Atle Selberg, Paul Cohen, Alexandre Grothendieck, Alan
Barker, Pierre Deligne. Estos nombres suponen casi la quinta parte de la
totalidad de las medallas concedidas hasta ahora.
Pero los matemáticos no aspiran a la medalla Fields por dinero. En lugar
de las importantes sumas que ingresan los ganadores de un Nobel, la dotación
que acompaña a una medalla Fields es de unos modestos 15.000 dólares
canadienses. Sin embargo, los millones de Clay contribuirán a competir con
el poderío económico de los premios Nobel. Al contrario de lo que ocurre
con la medalla Fields o con el premio que ofrecieron Faber & Faber y
Bloomsbury por la solución de la conjetura de Goldbach, en este caso
cualquiera puede aspirar a ganar el premio, con independencia de su edad o
nacionalidad, y sin más límite de tiempo para hallar la solución que el
inexorable tic-tac de la inflación.
De todas maneras, la recompensa económica no es el principal motivo
que empuja a los matemáticos a la caza de uno de los Problemas del Milenio,
sino más bien la embriagadora perspectiva de alcanzar la inmortalidad que las
matemáticas pueden conferir. Ciertamente, resolviendo uno de los problemas
de Clay ganaría un millón de dólares, pero eso no es nada en comparación
con el hecho de inscribir el propio nombre en el mapa intelectual de la
civilización. La hipótesis de Riemann, el último teorema de Fermat, la
conjetura de Goldbach, el espacio de Hilbert, la función tau de Ramanujan, el
algoritmo de Euclides, el método del círculo de Hardy-Littlewood, la serie de
Fourier, la numeración de Gödel, un cero de Siegel, la fórmula de la traza de
Selberg, la criba de Eratóstenes, los números primos de Mersenne, el
producto de Euler, los enteros de Gauss: todos ellos son descubrimientos que
han llevado a la inmortalidad a los matemáticos que han desenterrado esos
tesoros en el curso de sus exploraciones sobre los números primos. Sus
nombres sobrevivirán mucho después de que nos hayamos olvidado de
Esquilo, de Goethe o de Shakespeare. Como explicaba G. H. Hardy, «las
lenguas mueren, pero las ideas matemáticas no. Inmortalidad quizá sea una
palabra ingenua, pero un matemático tiene más probabilidades que cualquier
otro ser humano de alcanzar lo que aquella palabra designa».
Los matemáticos que han luchado larga y fatigosamente en esta aventura
épica para comprender que los números primos son algo más que simples
nombres inscritos en el firmamento matemático. El tortuoso camino que ha
seguido la historia de los números primos es el resultado de vidas concretas,
de un conjunto rico y variado de dramatis personae. Figuras históricas de la
Revolución francesa y amigos de Napoleón dan paso a modernos magos y a
empresarios de Internet. Las historias de un contable indio, de un espía
francés que se libró de ser ejecutado y de un judío húngaro fugitivo de la
persecución de la Alemania nazi, tienen como denominador común la
obsesión por los números primos. Cada uno de estos personajes ofrece una
perspectiva única en su intento de añadir el propio nombre al cuadro de honor
matemático. Los números primos han unido a los matemáticos a través de
muchas fronteras nacionales: China, Francia, Grecia, América, Noruega,
Australia, Rusia, India y Alemania son sólo algunos de los países que han
aportado miembros prominentes a la tribu nómada de los matemáticosque
cada cuatro años se reúne en un congreso internacional para narrar las
historias de sus viajes.
No sólo es el deseo de dejar una impronta en el pasado lo que motiva a
los matemáticos. Igual que ocurrió cuando Hilbert osó posar su mirada sobre
lo desconocido, la demostración de la hipótesis de Riemann supondría el
comienzo de una nueva aventura. Cuando Wiles tomó la palabra en la
conferencia de prensa convocada para anunciar los premios Clay, insistió en
subrayar que los problemas no son la meta final:
Allá afuera hay todo un mundo de matemáticas esperando a que lo
descubran. Piensen, por favor, en los europeos de 1600. Sabían que al
otro lado del Atlántico había un Nuevo Mundo; ¿qué clase de premio
habrían otorgado para contribuir al descubrimiento y al desarrollo de
los Estados Unidos? No un premio a la invención del aeroplano, no un
premio a la invención del ordenador, no un premio a la fundación de
Chicago, no un premio a la construcción de máquinas capaces de
trillar campos de trigo; todas estas cosas han pasado a formar parte de
Estados Unidos, pero en 1600 no podían ni imaginárselas: no, habrían
dado un premio a la solución de problemas como el de la longitud.
La hipótesis de Riemann es la longitud de las matemáticas. Su solución
abre la perspectiva de dibujar un mapa de las brumosas aguas del inmenso
océano de los números primos. Representa apenas el comienzo de nuestra
comprensión de los números de la naturaleza. Una vez que descubramos el
secreto para orientarnos entre los números primos, quién sabe qué otras cosas
podría haber allá afuera esperando a que las descubramos.
2
LOS ÁTOMOS DE LA ARITMÉTICA
Cuando las cosas se vuelven demasiado complicadas, a veces tiene
sentido parar y preguntarse: ¿he planteado la pregunta correcta?
ENRICO BOMBIERI
«Prime Territory», en The Sciences
Dos siglos antes de que la inocentada de Bombieri pusiera en evidencia al
mundo de los matemáticos, otro italiano, Giuseppe Piazzi, difundía una
noticia igual de apasionante: desde el observatorio astronómico de Palermo,
Piazzi había descubierto un nuevo planeta que giraba alrededor del Sol en
una órbita entre las de Marte y Júpiter. Ceres, como lo llamaron, era mucho
más pequeño que los siete planetas mayores conocidos hasta entonces, pero
su descubrimiento, el 1 de enero de 1801, se consideró un maravilloso
augurio para el futuro de la ciencia en el nuevo siglo.
El entusiasmo se convirtió en decepción pocas semanas después, cuando
el pequeño planeta desapareció de la vista: su órbita estaba conduciéndolo al
otro lado del Sol, donde su débil luz terminó ocultada por el deslumbrador
brillo solar. Ceres desapareció del cielo nocturno, perdido de nuevo entre la
plétora de estrellas del firmamento. Los astrónomos del siglo XIX no
disponían de suficientes instrumentos matemáticos para calcular su órbita
completa a partir de la breve trayectoria que habían seguido durante las
primeras semanas del nuevo siglo. Lo habían perdido, y parecía que no
existía ningún modo de prever dónde haría su siguiente aparición.
Sin embargo, casi un año después de desvanecerse el planeta de Pazzi, un
alemán de veinticuatro años, natural de Brunswick, anunció que sabía dónde
debían buscar los astrónomos el objeto perdido. A falta de previsiones
alternativas a su disposición, los astrónomos dirigieron sus telescopios hacia
la región del cielo que indicaba el jovencito. Como por milagro, Ceres se
encontraba precisamente allí. Esa previsión astronómica sin precedentes no
procedía, sin embargo, de la misteriosa magia de un astrólogo: la trayectoria
de Ceres había sido calculada por un matemático que había identificado un
orden allí donde los demás habían visto simplemente un minúsculo e
imprevisible planeta. Carl Friederich Gauss había tomado los escasísimos
datos que se habían registrado sobre la trayectoria del planeta y había
aplicado un nuevo método de cálculo desarrollado recientemente por él
mismo para determinar dónde se encontraría Ceres en cualquier fecha futura.
Gracias al descubrimiento de la trayectoria de Ceres, Gauss se convirtió
de inmediato en una estrella de primera magnitud en la comunidad científica.
Su gesta fue un símbolo del poder de predicción de las matemáticas en un
período, la primera mitad del siglo XIX, en que la ciencia estaba en plena
eclosión. Si bien los astrónomos habían descubierto el planeta por casualidad,
un matemático había puesto en juego la capacidad analítica necesaria para
explicar qué ocurriría a continuación.
A pesar de que el nombre de Gauss todavía era desconocido en la
comunidad astronómica, su joven voz ya había dejado una impronta
formidable en el mundo matemático. Gauss había conseguido trazar la
trayectoria de Ceres, pero su auténtica pasión era la de identificar estructuras
regulares en el mundo de los números. Para él, el universo de los números
suponía un reto más importante: hallar estructura y orden donde los demás
sólo veían caos. Con excesiva frecuencia se usan epítetos como niño prodigio
y genio de las matemáticas, pero pocos matemáticos tendrían nada que
objetar al hecho de que tales calificativos se atribuyan a Gauss. El simple
número de ideas nuevas y descubrimientos que produjo incluso antes de
cumplir los veinticinco años parece inexplicable.
Gauss nació en una familia de modestos trabajadores de Brunswick
(Alemania) en 1777. A los tres años corregía las cuentas de su padre; a los
diecinueve, su descubrimiento de una magnífica construcción geométrica de
una figura de 17 lados le convenció de que debía dedicar su vida a las
matemáticas. Antes que él, los antiguos griegos habían demostrado que era
posible construir un pentágono perfecto usando sólo regla y compás. Desde
entonces nadie había sido capaz de demostrar cómo utilizar aquellos simples
instrumentos para construir otros polígonos perfectos, llamados polígonos
regulares, con un número primo de lados. La excitación de Gauss cuando
descubrió la manera de construir aquella figura perfecta de 17 lados lo
empujó a dar comienzo a un diario matemático que mantuvo durante los
siguientes dieciocho años. Este diario, que quedó en manos de su familia
hasta 1898, se convirtió en uno de los documentos más importantes de la
historia de las matemáticas, entre otras razones porque confirmó que Gauss
había probado, sin publicarlos, muchos resultados que otros matemáticos
intentaron demostrar hasta bien entrado el siglo XIX.
Entre las primeras contribuciones matemáticas de Gauss, una de las
principales fue la invención de la calculadora de reloj. No se trataba de una
máquina material, sino de una idea que abría la posibilidad de hacer
matemáticas con números que hasta aquel momento habían sido considerados
inabordables. La calculadora de reloj se basa en el mismo principio que los
relojes convencionales. Si su reloj marca las 9 y le añade 4 horas, la
manecilla se colocará sobre la una. De igual manera, la calculadora de reloj
de Gauss da 1 como resultado de 9 + 4. Si Gauss deseaba realizar un cálculo
más complicado, como por ejemplo 7 × 7, la calculadora de reloj daba como
resultado el resto que se obtiene al dividir 49 (es decir, 7 × 7) entre 12. El
resultado es otra vez 1.
Sin embargo, la potencia y velocidad de la calculadora de reloj
comenzaba a ponerse de manifiesto cuando Gauss quería calcular 7 × 7 × 7.
En lugar de multiplicar otra vez 49 por 7, Gauss podía limitarse a multiplicar
7 por el último resultado obtenido, es decir 1, para obtener la respuesta, que
es 7. De esta forma, sin tener que calcular 7 × 7 × 7 —que da 343— podía
saber sin gran esfuerzo que aquel resultado, al dividirlo por 12, daba como
resto 7. La calculadora demostró toda su potencia cuando Gauss empezó a
utilizarla con grandes números, que sobrepasaban sus propias capacidades de
cálculo. Incluso sin tener ni idea del valor de 799, su calculadora de reloj le
decía que ese número dividido entre 12 daría 7 como resto.
Gauss se dio cuenta de que en los relojes de 12 horas no había nada de
especial. Por ello introdujo la idea de una aritméticadel reloj —o aritmética
modular, como se llama a veces— basada en relojes con cualquier número de
horas. Por ejemplo, si insertamos el número 11 en una calculadora de reloj de
4 horas, obtendremos 3 como respuesta ya que al dividir 11 entre 4 el resto
que se obtiene es 3. Los estudios de Gauss sobre este nuevo tipo de aritmética
revolucionaron las matemáticas de principios del siglo XIX. Así como el
telescopio había permitido a los astrónomos vislumbrar nuevos mundos, la
invención de la calculadora de reloj ayudó a los matemáticos a descubrir en el
universo de los números estructuras que habían estado ocultas durante
generaciones. Todavía hoy la aritmética modular de Gauss es fundamental
para la seguridad en Internet, donde se utilizan relojes con cuadrantes
divididos en más horas que átomos existen en el universo observable.
Gauss, hijo de padres pobres, tuvo la suerte de poder sacar provecho de su
talento matemático. Había nacido en una época en que las matemáticas eran
todavía una actividad privilegiada, financiada por cortesanos y mecenas, o
practicada a ratos libres por aficionados como Pierre de Fermat. El protector
de Gauss era Carl Wilhelm Ferdinand, duque de Brunswick. La familia de
Ferdinand siempre había apoyado la cultura y la economía del ducado. Su
padre había sido el fundador del Collegium Carolinum, una de las
universidades técnicas más antiguas de Alemania. Ferdinand, imbuido del
ethos paterno según el cual la instrucción era la base de los éxitos
comerciales de Brunswick, estaba siempre al acecho de talentos dignos de
apoyo. Coincidió por primera vez con Gauss en 1791, y quedó tan
impresionado por sus capacidades que se ofreció a financiar los estudios de
aquel joven en el Collegium Carolinum para que pudiera así desarrollar su
indiscutible potencial.
Lleno de gratitud, Gauss dedicó su primer libro al duque en 1801. Aquel
libro, titulado Disquisitiones arithmeticae, recogía muchos de los
descubrimientos sobre las propiedades de los números que Gauss había
anotado en sus diarios. Todo el mundo reconoce que no se trata de un simple
compendio de observaciones sobre los números, sino que supone el anuncio
del nacimiento de la teoría de los números como disciplina independiente. Su
publicación hizo de la teoría de los números «la reina de las matemáticas»,
como siempre le gustó a Gauss definirla. Y si esa teoría era una reina, las
joyas engarzadas en su corona eran los números primos, los números que
habían fascinado y atormentado a generaciones enteras de matemáticos.
La prueba más antigua del conocimiento de los humanos sobre las
propiedades especiales de los números primos es un hueso que data del 6500
a. C. El hueso, llamado de Ishango, se descubrió en 1960 en las montañas de
Africa ecuatorial. Tiene grabadas tres columnas con cuatro series de muescas.
En una de las columnas encontramos 11, 13, 17, 19 muescas, es decir, la lista
de los números primos comprendidos entre 10 y 20. También las otras
columnas parecen tener significados de naturaleza matemática. No está claro
si este hueso, que se conserva en el Instituto Real de las Ciencias Naturales
de Bruselas, representa realmente uno de los primeros intentos que hicieron
nuestros antepasados para entender los números primos o si se trata de una
selección de números que resultan ser primos por casualidad. Sin embargo,
no podemos excluir la posibilidad de que se trate de la primera incursión
humana en los números primos.
Algunos sostienen que la civilización china fue la primera en oír el
tamtam de los números primos. Los chinos atribuían características
femeninas a los números pares y masculinas a los impares, pero además de
esa nítida separación, consideraban afeminados los impares que no son
primos, como el 15. Hay pruebas de que, antes del 1000 a. C., los chinos
habían ideado un método muy concreto para comprender qué hace especiales
a los números primos entre todos los números. Si tomamos 15 alubias
podemos distribuirlas en un rectángulo perfecto compuesto por tres columnas
de cinco alubias. En cambio, si tomamos 17 alubias sólo podremos construir
un rectángulo de una fila de 17 alubias. Para los chinos, los números primos
eran números viriles que resistían cualquier intento de descomponerlos en
producto de números menores.
Si bien a los antiguos griegos también les gustaba atribuir cualidades
sexuales a los números, fueron ellos los que descubrieron, en el siglo IV a. C.,
la fuerza real de los números primos como elementos básicos para la
construcción de todos los demás. Comprendieron que todo número puede ser
construido multiplicando entre sí números primos. Aunque se equivocaron al
creer que el fuego, el aire, el agua y la tierra constituían la base de la materia,
acertaron al identificar los átomos de la aritmética. Durante siglos los
químicos intentaron en vano identificar los elementos constitutivos básicos de
su disciplina, hasta que la búsqueda iniciada por los antiguos griegos culminó
en la tabla periódica de los elementos de Dimitri Mendeleyev. En cambio, a
pesar de disfrutar de la ventaja de la identificación por los griegos de los
elementos básicos de la aritmética, los matemáticos todavía se debaten en sus
intentos por descubrir su tabla de los números primos.
Hasta donde sabemos fue Eratóstenes, gran bibliotecario del
importantísimo centro cultural de la Grecia antigua que fue Alejandría, el
primero en producir tablas de números primos. Como una especie de antiguo
Mendeleyev de las matemáticas, en el siglo III a. C., Eratóstenes ideó un
procedimiento razonablemente sencillo para determinar qué números eran
primos entre los comprendidos, por ejemplo, entre 1 y 1.000. Para empezar,
escribía la secuencia entera de números; a continuación tomaba el menor
primo, es decir 2, y a partir de él tachaba de la lista un número de cada dos:
como son divisibles entre 2, todos los tachados no son primos. Entonces
pasaba al siguiente número no tachado, es decir 3, y a partir de él tachaba de
la lista un número de cada tres: como todos esos números son divisibles entre
3, no son primos. Continuaba el proceso tomando el siguiente número no
tachado y suprimiendo de la lista todos sus múltiplos. Con este proceso
sistemático construyó tablas de números primos, y este método recibió el
nombre de criba de Eratóstenes: cada nuevo número primo crea una «criba»,
un cedazo que Eratóstenes utiliza para eliminar una parte de los números que
no son primos. En cada nueva fase del proceso las dimensiones de la malla
cambian y, cuando Eratóstenes llega a 1.000, los únicos números
supervivientes del proceso de selección son los primos.
Cuando Gauss era un jovencito recibió como regalo un libro que contenía
una lista de varios millares de números primos que probablemente se había
construido utilizando los antiguos cedazos numéricos. Para Gauss, aquellos
números aparecían desordenadamente. Predecir la órbita elíptica de Ceres
había sido ya suficientemente difícil, pero el reto de los números primos tenía
más en común con la empresa casi imposible de analizar la rotación de
cuerpos celestes del tipo de Hiperión, uno de los satélites de Saturno, que
tiene forma de hamburguesa. A diferencia de nuestra Luna, Hiperión no es en
absoluto estable desde el punto de vista gravitacional, y por esa razón gira
caóticamente sobre sí mismo. De todos modos, por más que la rotación de
Hiperión o las órbitas de algunos asteroides sean caóticas, por lo menos
sabemos que su comportamiento viene determinado por la atracción
gravitacional del Sol y de los planetas; en cuanto los números primos, no
tenemos ni la más ligera idea de qué fuerzas los atraen o los repelen. Cuando
escrutaba sus tablas numéricas, Gauss no conseguía determinar ninguna regla
que le indicara cuánto tenía que saltar para hallar el siguiente número primo.
¿Podría ser que los matemáticos debieran resignarse a aceptar que esos
números han sido elegidos al azar por la naturaleza, que hubieran sido fijados
como estrellas en el cielo nocturno, sin pies ni cabeza? Gauss no podía
aceptarsemejante idea: la motivación primaria en la vida de un matemático
es determinar estructuras ordenadas, descubrir y explicar las reglas que están
en los cimientos de la naturaleza, prever qué sucederá a continuación.
LA BÚSQUEDA DE MODELOS
La aventura de la búsqueda de los números primos por parte de los
matemáticos está perfectamente expresada en uno de los problemas que todos
hemos resuelto en la escuela: dada una sucesión de números, determinar el
siguiente elemento. Veamos, a título de ejemplo, tres de estos problemas:
1, 3, 6, 10, 15, …
1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, …
1, 2, 3, 5, 7, 11, 15, 22, 30, …
Muchas preguntas asaltan la mente matemática ante listas así: ¿cuál es la
regla que está detrás de la creación de cada sucesión? ¿Es posible predecir el
siguiente elemento? ¿Se puede determinar una fórmula que nos permita
calcular el centésimo término de la sucesión sin que sea necesario calcular los
99 anteriores?
La primera de las tres sucesiones anteriores está formada por los llamados
números triangulares. El décimo número de la lista es el número de alubias
necesarias para construir un triángulo de diez filas que comience con una fila
de una única alubia y que termine con una fila de diez alubias. Por esta razón,
el enésimo número triangular se obtiene simplemente sumando los primeros
N números: 1 + 2 + 3 + … + N. Si deseamos determinar el centésimo número
triangular tenemos ya un método largo y laborioso: atacar frontalmente el
problema sumando los 100 primeros números de la sucesión.
El maestro de la escuela a la que asistía Gauss tenía por costumbre poner
este problema a sus alumnos, con la seguridad de que tardarían en resolverlo
el tiempo suficiente para que él pudiera echar una cabezadita. A medida que
terminaban el problema, los alumnos se levantaban y ponían su pizarra en
una pila ante el maestro. Mientras los demás alumnos apenas se habían
puesto a la tarea, en pocos segundos Gauss, con diez años, había dejado ya su
pizarra sobre el escritorio del maestro. Furioso, éste creyó que el joven Gauss
estaba siendo insolente, pero cuando miró la pizarra, vio que la respuesta —
5.050— estaba allí, sin un solo paso de cálculo. El maestro pensó que Gauss
había hecho trampa de un modo u otro, pero el alumno explicó que bastaba
con insertar N = 100 en la fórmula 1/2 × (N + 1) × N, para obtener el
centésimo término de la sucesión sin tener que calcular ningún otro término.
Gauss no había atacado el problema directamente, sino que se había
aproximado a él lateralmente. El mejor modo de descubrir cuántas alubias
hay en un triángulo de 100 filas, razonó, era tomar otro triángulo igual, darle
la vuelta y ponerlo al lado del primero. Ahora Gauss tenía un rectángulo de
100 filas, de 100 alubias cada una, y calcular el número total de alubias de
este rectángulo formado por dos triángulos era muy fácil: el total de alubias
es 101 × 100 = 10.100. Por tanto, un único triángulo contenía la mitad de ese
número de alubias, es decir, 1/2 × 101 × 100 = 5.050. Además, el número 100
no tiene nada de especial: si lo sustituimos por N obtendremos la fórmula 
1/2 × (N + 1) × N.
La siguiente figura ilustra el razonamiento en el caso de un triángulo de
10 filas en lugar de 100.
Una ilustración del método usado por Gauss para demostrar su fórmula para el
cálculo de los números triangulares.
En lugar de atacar frontalmente el problema que su maestro le proponía,
Gauss había encontrado un punto de vista distinto. El pensamiento lateral, la
capacidad de observar el problema desde todos los ángulos posibles para
verlo desde una nueva perspectiva, es una cuestión de inmensa importancia
para el descubrimiento matemático y supone una de las razones por las que
las personas capaces de razonar como el joven Gauss son buenos
matemáticos.
La segunda de las sucesiones que hemos propuesto, 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, …,
es la de los llamados números de Fibonacci. Para construirla basta calcular
cada número sumando los dos inmediatamente anteriores. Por ejemplo, 
13 = 5 + 8. Leonardo Fibonacci, matemático pisano del siglo XIII, dio con
ella al estudiar los hábitos reproductores de los conejos. Fibonacci intentó
divulgar los descubrimientos de los matemáticos árabes en un intento
fracasado de sacar las matemáticas europeas de los oscuros siglos de la Alta
Edad Media.
Sin embargo, fueron los conejos los que le confirieron la inmortalidad en
el mundo matemático. Según su modelo de reproducción, cada nueva
estación tendremos un número de parejas de conejos que siguen una pauta
regular. Este esquema está basado en dos reglas: cada pareja madura de
conejos producirá una nueva pareja de conejos por estación, y cada nueva
pareja necesitará una estación para llegar a la madurez sexual.
Pero los números de Fibonacci no sólo gobiernan el mundo de los
conejos. Esta sucesión aparece en la Naturaleza de mil maneras distintas. El
número de pétalos de una flor es siempre un número de Fibonacci, y también
el número de espirales de una piña de abeto. Y el crecimiento de una concha
marina a lo largo del tiempo sigue la progresión de los números de Fibonacci.
¿Existe una fórmula rápida que, como la de Gauss para los números
triangulares, permita determinar el centésimo número de Fibonacci? También
en este caso, la primera impresión es que tendremos que calcular los 99
términos anteriores, ya que para determinar el centésimo término necesitamos
conocer el nonagésimo octavo y el nonagésimo noveno. ¿Puede ser que
exista una fórmula que nos determine este centésimo término insertando
simplemente el número 100? Tal fórmula existe, pero su determinación es
mucho más complicada que la regla que nos permite determinar esos otros
números.
La fórmula para generar los números de Fibonacci se basa en un número
especial llamado número de oro o proporción áurea, un número que empieza
por 1,61803… Igual que π, la proporción áurea es un número cuya expresión
decimal no tiene fin, no manifiesta ninguna regularidad y, sin embargo,
encierra las que a lo largo de los siglos han sido consideradas como las
proporciones perfectas. Si examinamos los lienzos que se exponen en el
Louvre o en la Tate Gallery, descubriremos que con mucha frecuencia el
artista ha elegido un rectángulo cuyos lados están en la proporción de 1 a
1,61803. Además, los experimentos revelan que entre la altura de una
persona y la distancia que separa sus pies del ombligo se conserva esa misma
proporción numérica. La aparición de la proporción áurea en la naturaleza
tiene algo de misterioso. El enésimo número de Fibonacci puede expresarse
mediante una fórmula construida a partir de la enésima potencia de la
proporción áurea.
Dejaremos la tercera sucesión numérica —1, 2, 3, 5, 7, 11, 15, 22, 30, …
— como un reto estimulante sobre el cual volveremos más adelante. Sus
propiedades contribuyeron a consolidar la fama de uno de los personajes más
fascinantes de las matemáticas del siglo XX: Srinivasa Ramanujan, que poseía
una extraordinaria habilidad para descubrir nuevas estructuras y fórmulas en
zonas de las matemáticas en las que otros se habían encallado.
En la Naturaleza no sólo se encuentran los números de Fibonacci: el reino
animal también conoce los números primos. Existen dos especies de cigarras
llamadas Magicicada septendecim y Magicicada tredecim que viven a
menudo en el mismo medio. Tienen ciclos de vida de 17 y 13 años
respectivamente. Durante todos esos años se alimentan de la savia de las
raíces de los árboles. Luego, en el último año del ciclo, se metamorfosean de
crisálidas en adultos completamente formados y salen del suelo en masa.
Asistimos a un acontecimiento extraordinario cuando, cada 17 años, los
ejemplares de Magicicada septendecim se apoderan del bosque en una sola
noche. Entonan su potente canto, se aparean, se alimentan, ponen sus huevos,
y al cabo de seis semanas, mueren. El bosque vuelve al silencio durante otros
17 años. Pero ¿por qué esas dos especies han elegido como duración de su
vida un número primo de años?
Hay diversas explicaciones posibles; como las dosespecies han
desarrollado ciclos de vida que duran un número primo de años, es raro que
aparezcan el mismo año. En efecto, ambas especies deberán compartir el
bosque solamente una vez cada 13 x 17 = 221 años. Imaginemos lo que
sucedería en el caso de elegir ciclos de años no primos, por ejemplo 18 y 12.
En el mismo período de 221 años se habrían encontrado en sincronía seis
veces, exactamente en los años 36, 72, 108, 144, 180 y 216, es decir, en los
años compuestos de los números primos que son divisores de 18 y de 12. Los
números primos 13 y 17, por tanto, evitaban a las dos especies de cigarra una
competencia excesiva.
La aparición de un hongo que se presentaba simultáneamente con las
cigarras nos ofrece otra posible explicación. Para las cigarras aquel hongo era
letal, y por esa razón desarrollaron un ciclo de vida que les permitiera
evitarlo. Al pasar a un ciclo de 17 o 13 años, las cigarras se han asegurado de
aparecer en el mismo año que el hongo con mucha menor frecuencia de la
que se daría si sus ciclos de vida durasen un número no primo de años. Para
las cigarras, los números primos no eran una simple curiosidad abstracta, sino
la clave de la supervivencia.
Por más que la evolución hubiere descubierto algunos números primos a
las cigarras, los matemáticos necesitaban un método más sistemático para
obtenerlos. Entre todos los enigmas numéricos, la lista de los números primos
era el lugar donde, más que en ningún otro, los matemáticos buscaban una
fórmula secreta. Sin embargo, debemos ser cautos al pensar que en el mundo
matemático hay estructura y orden en todos los rincones. A lo largo de la
historia han sido muchos los que se han perdido en el vano intento de
determinar una estructura escondida en la expresión decimal de π, uno de los
números más importantes de las matemáticas. Precisamente ha sido su
importancia la que ha alimentado intentos desesperados por descubrir
mensajes bajo su caótica expresión decimal. Si una vida alienígena utilizaba
los números primos para atraer la atención de Ellie Arroway al principio de la
novela de Carl Sagan Contacto, el mensaje último del libro está escondido en
las profundidades de la sucesión decimal de π, en la que repentinamente
aparece una serie de ceros y de unos definiendo unas pautas que revelarían
«la existencia de una inteligencia anterior al Universo». En la película π,
Darren Aronofsky también juega con este célebre icono cultural.
A modo de advertencia para aquellos que se sientan fascinados ante la
idea de descubrir mensajes escondidos en números como π, los matemáticos
han conseguido demostrar que la mayoría de los números decimales
esconden, en alguna parte de sus expresiones decimales infinitas, cualquier
secuencia de números que deseemos. Por ello, existe una elevada
probabilidad de que π contenga el programa informático para escribir el libro
del Génesis si lo buscamos con paciencia suficiente. En resumen, para buscar
estructuras escondidas en las matemáticas es preciso determinar el punto de
vista correcto; su importancia se hace evidente cuando se examina desde
perspectivas distintas. Lo mismo ocurría con los números primos. Armado
con sus tablas de números primos y con su talento para el pensamiento
lateral, Gauss estaba preparado para determinar el ángulo y la perspectiva
correctos desde donde examinar los números primos de forma que, tras su
fachada caótica, pudiera surgir un orden antes oculto.
LA DEMOSTRACIÓN, GUÍA DE VIAJE DEL
MATEMÁTICO
Si una parte del trabajo de los matemáticos consiste en hallar esquemas y
estructuras en el mundo de las matemáticas, la otra parte consiste en
demostrar que cierta estructura será siempre válida. El concepto de
demostración marca quizás el auténtico principio de las matemáticas como
arte de la deducción en lugar de la simple observación de los números; el
punto en el cual la alquimia matemática cede el puesto a la química
matemática. Los antiguos griegos fueron los primeros en comprender que era
posible demostrar que ciertos hechos siguen siendo ciertos por muy lejos que
contemos, por muchos ejemplos que examinemos.
El proceso creativo matemático empieza con una suposición. A menudo
ésta emerge como resultado de la intuición que el matemático ha desarrollado
durante años de exploración del mundo de las matemáticas, cultivando una
sensibilidad como consecuencia de sus idas y venidas. Quizá simples
experimentos numéricos revelen una regla que se suponga válida para
siempre: en el siglo XVII, por ejemplo, los matemáticos descubrieron lo que
creyeron un método seguro para verificar la primalidad de un número N:
elevar 2 a la N y dividir el resultado por N. Si el resto es 2, entonces N sería
un número primo. En términos de la calculadora de reloj de Gauss, aquellos
matemáticos querían calcular 2N con un reloj de N horas. El reto consistía en
demostrar si tal suposición era cierta o falsa. Estas suposiciones o
predicciones son lo que los matemáticos denominan conjeturas o hipótesis.
Una suposición matemática recibe el nombre de teorema sólo después de
haber sido demostrada; este paso de conjetura o hipótesis a teorema es lo que
indica la madurez matemática de un enunciado. Fermat legó a las
matemáticas una montaña de predicciones: generaciones enteras de
matemáticos se han labrado un nombre demostrando la verdad o la falsedad
de las hipótesis de Fermat. Ciertamente, el último teorema de Fermat siempre
ha recibido el nombre de teorema y no de conjetura, pero se trata de un caso
insólito, que probablemente se debe a que en sus notas garabateadas en la
copia de la Arithmetica de Diofanto, Fermat afirmaba poseer una maravillosa
demostración que desgraciadamente era demasiado larga para caber en el
margen de la página. Fermat nunca transcribió en parte alguna su presunta
demostración, y esos comentarios al margen se convirtieron en la mayor
broma matemática de la historia. Hasta que Andrew Wiles proporcionó una
argumentación, una demostración del porqué de la inexistencia de soluciones
interesantes de la ecuación de Fermat, el último teorema siguió siendo una
mera hipótesis, simplemente un buen deseo.
La anécdota escolar de Gauss resume perfectamente el paso de la
suposición al teorema mediante la demostración. Gauss concibió una fórmula
que, según su previsión, podía producir cualquier número triangular. ¿Cómo
podía tener la seguridad de que la fórmula siempre funcionaría?
Evidentemente, puesto que la sucesión tiene una longitud infinita, no podía
verificar la fórmula sobre cada número de la sucesión para comprobar la
corrección del resultado. Por tanto, recurrió a la potente arma de la
demostración matemática. Su método de combinar dos triángulos para
construir un rectángulo aseguraba que la fórmula funcionaría siempre sin
necesidad de hacer un número infinito de cálculos. Por el contrario, el
método ideado en el siglo XVII para verificar la primalidad con base en el
cálculo de 2N fue rechazado por el tribunal de las matemáticas en 1819: el
método funciona correctamente hasta 340, pero a continuación determina 341
como número primo. Ahí es donde falla la verificación, ya que 
341 = 11 × 31. Esta excepción no pudo ser descubierta hasta que fue posible
usar una calculadora de reloj de Gauss con 341 horas para simplificar el
análisis de un número como 2341, que en una calculadora convencional tiene
más de 100 cifras.
El matemático de Cambridge G. H. Hardy, autor de la Apología de un
matemático, solía comparar el proceso de descubrimiento y demostración
matemáticos con el trabajo de un cartógrafo que estudia paisajes lejanos:
«Siempre he pensado en el matemático en primer lugar como un observador:
un hombre que escruta una remota cadena montañosa y anota sus
observaciones». Cuando el matemático ha observado la montaña a distancia,
su siguiente labor consiste en explicar a los demás cómo alcanzarla.
Se comienza en un lugar donde el paisaje nos es familiar y no hay
sorpresas que temer; en esa región conocida se encuentran los axiomas de las
matemáticas, las verdades numéricas evidentes,

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