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Despalabro. Ensayos de Humanidades Nº V Orígenes Seguido de «Bestiario» Grupo Despalabro: Carlos Bueno Vera, Jaime Capitel, Carlota Fernández-Jáuregui Rojas, Nuria Montero Cano, Valerio Rocco Lozano, Javier Sánchez- Arjona Voser, Francisco Miguel Torralba de Lara, Fabio Vélez Bertomeu Editora: Carlota Fernández-Jáuregui Rojas Diseño de revista: Jaime Capitel y Nuria Montero Cano Responsables de corrección: Carlos Bueno Vera y Francisco Miguel Torralba de Lara ISSN: 1888-6515 Depósito legal: MU-1343-2008 Fotocomposición e impresión: Compobell, S.L. Los autores se reservan en exclusividad los derechos de reproducción, parcial o total, de los artículos y las opiniones contenidas en el presente volumen. Voluntad y Representación UAM, Madrid, 2011 www.despalabro.com A José Luis Brea y a Miguel Martínez-Lage, in memoriam B 107 Hay un templo de Hermes Acacesio en ruinas, y no queda nada, con excepción de una tortuga de piedra Pausanias. Descripción de Grecia, Libro VIII, 30, 6 Dar, ya es destruir Marcel Mauss. Ensayo sobre el don La muerte de otro animal es algo que se com- prende desde muy joven. La curiosidad mató al gato, se suele decir. Pero, en el reino animal, no menos peligrosa es la curiosidad de cualquier otro animal que esté contemplando al gato: «en casa es mejor estar, que es peligroso lo de fuera», leemos en el Himno homérico que motiva este ensayo. En la contemplación del animal sin vida, se comprende que la superioridad del animal que contempla es la inferioridad de su impotencia por revivirlo. Pero a Hermes, señor de los límites, dios del trueque, no le sucedió lo mismo. El primer ser que se cruzó en el camino de Hermes, nos cuenta Homero, fue una tortuga. Al pie de la gruta en la que el dios había naci- do del amor secreto entre Maya y Zeus, todavía en el límite con el exterior, Hermes se encontró una tortuga. Y, en ese primer día de su vida, Hermes experimentó la muerte. Bajo un instin- to de curiosidad infantil, el dios decidió matar a la tortuga, por ver –sólo para ver– qué pasaba. Cuántas hormigas, moscas, perdices, lagartijas, se han sacrificado a esa curiosidad. La tortuga no parece un animal muy propicio para esa ce- remonia infantil, que suele elegir entre anima- les de menor tamaño y de fácil “acceso”. Se da muerte al animal y no se recibe y comprende sino la misma muerte del que muere y la misma vida del que vive. En un “experimento” normal, los dos animales experimentan la muerte en una sola muerte y se produce el don indivisible de una constatación, origen y fin de un aprendizaje, reversibilidad de la lección irreversible. El ver- dadero conocimiento no debería implicar ma- yor ganancia que el mismo conocimiento, pero Hermes da muerte y recibe otra cosa distinta a cambio, es decir, una ganancia, algo reemplaza- ble: la lira. Tras vaciar las vísceras del animal y ayudado de cañas y la piel de una vaca, el dios fabricó el cóncavo instrumento. Sólo al morir, tendrá voz por boca de quien lo interprete. «¿Y cómo lo que antes era mudo grita así después de muerto?», pregunta Sófocles (Los rastreadores): «Créetelo: muerto tuvo voz y vivo era mudo el animal». Léase “obra” allí donde se dice “tor- tuga” y “lector” allí donde se dice “Hermes”, y se vislumbrará el par “poetizar”/“interpretar” que implica toda teoría hermenéutica: la tortuga tenía que morir para que alguien hablara por ella: «destripada, muerta, con sonido vivo», lee- mos en la Antíopa de Pacuvio, la tortuga nos responde. «¿Y si el animal respondiese?» nos preguntaba Derrida (El animal que luego estoy si(gui)endo). Quizá diría: MLXXXXV. Este número, en los Hieroglyphica de Horapolo, representaba la falta de voz. Era la representación emblemática del número de días que precisa un niño para co- menzar a hablar. Pero la falta de voz implica no tanto el balbuceo del inicio de la vida como el enmudecimiento del inicio de la muerte, cuando falta la voz porque no llega. En las reuniones de época arcaica, nos aclara J.-P. Vernant (Mito y pensamiento en la Grecia antigua), cuando fallecía siniestramente la voz decían: “Hermes pasa”, origen quizá, como añade Walter F. Otto (Los dioses de Grecia), de la actual expresión “ha pasado un ángel”. En el Hades horaciano los muertos callan, y sólo mediante el sacrificio llegan a hablar. Algunas fuentes parecen relatar que, en los sacrificios, se consagraba la lengua a Hermes (Farnell, The Cults of the Greek Sta- tes). En calidad de Hermes “Ctonio” y psico- pompo, podemos leer el encuentro de Hermes Tor tuga B 108 B e s t i a r i o con la tortuga como un sacrificio capaz de al- canzar la voz y el mensaje de los muertos: tarta- ruchus, animal mediador entre lo hipoctónico y lo epictónico. Así, Herófile, la Sibila que contó su secreto al profetizar la Guerra de Troya, ca- lla ahora bajo el sepulcro, como calla la tortuga bajo el fósil pétreo de su caparazón: «Aquí estoy yo, intérprete de Febo, la Sibila/ que bajo este sepulcro de piedra se pudre,/ una doncella con voz antes, pero ahora siempre muda,/ a la que, con un duro destino, le han tocado en suerte estos grilletes,/ pero junto a las Ninfas y a este Hermes yazgo/ y tengo abajo parte del reino de otro tiempo». Así, relata Ovidio en sus Meta- morfosis, calla también en duro sílice el pastor Bato, condenado por Mercurio a descansar en el sitio de su propia delación, «qui nunc quoque dicitur index». (Aparte)–: Index o herma en los caminos: La enérgeia del ser vivo de la doncella parece detenerse en los grilletes de una enárgeia ecfrás- tica, en su viva y manifiesta imagen resplande- ciente, sonido animal inanimado del ser piedra de la tortuga, del escudo vívidamente ilustrado (poikílos) de un ser hermético. Aunque enérgeia y enárgeia no guarden razón etimológica entre sí, el concepto de evidentia parece relacionar los términos, y el par nos hace entender la fatal clausura fúnebre que lleva a cuestas el animal que muerto habla, la imagen detenida de su pro- pio ser gerundio: «El lenguaje, considerado en su verdadera esencia, es algo efímero siempre y en cada momento. Incluso su retención en la escritura no pasa de ser una conservación in- completa, momificada, necesitada de que en la lectura vuelva a hacerse sensible su dicción viva. La lengua misma no es una obra (ergon) sino una actividad (energeia)», en bellas palabras de Wilhelm von Humboldt (Sobre la diversidad de la estructura del lenguaje humano). El intérprete (index: deuten) vuelve a hacer sentir la presencia energética de la lengua al recuperar el impulso de su dirección, mediante la presencia enargéti- ca del ser fosilizado en la escritura, tortuga ase- diada, obsesida, porfiada o empeñada en sí mis- ma, y que sin embargo avanza. Y así Hermes, «el dios (del) significante» (Derrida, La disemi- nación), al abrir la lapidaria tortuga, interpreta la lira, en un primer tañido hermenéutico. Pero una lectura más tortuosa –tortus, torcido– nos llevaría a otras consideraciones, orientadas en este caso no hacia el tartaro, sino hacia el echein o el habitar de este animal. La «“destinerrancia”, la posibilidad que tiene un gesto de no llegar nunca a su destino» (Derrida, ¡Palabra! Instan- táneas filosóficas) aproxima nuestra tortuga al don del que hace entrega. Recordemos: la tor- tuga se entrega en lira, y Hermes la entrega en moneda, prenda de valor en su intercambio co- mercial con Apolo: la lira se hace lytra cuando sale al exterior. Considerar a la tortuga como el vínculo metafórico entre la oikonomia y la economía, sería posiblemente sacar de quicio el texto y precipitarlo. Y eso es precisamente lo que vamos a hacer. La tortuga se entrega completamente, sin es- perar nada a cambio, como un regalo (e{rmaion). Se entrega como lo hace la lengua, dando un don, en una entrega inconsciente, gratuita,si es que puede existir tal condición: «atendiendo a su condición de formación instantánea, puede denominárselo emanación involuntaria del espí- ritu. No es tanto una obra de las naciones como un don de su propio destino interior», conti- núa Humboldt, en un pasaje tachado, al definir nuevamente el lenguaje. Lo que se da de modo inconsciente, instantáneo, gratuito, al resguar- do ciego e incontrolable de la philía, es un don, no está en venta, no promete ni pide nada, se pierde: «Quien se abandona a algo, se olvida del tiempo» (H.-G. Gadamer, Verdad y método), holocausto del amor y de la lectura. «Sí/ que no importa que se pierda/ si se puede perder más» (Lope de Vega, El perro del hortelano): al entregarse, olvidándose uno de sí, olvidándose uno del tiempo, se pierde en el dar mismo: «Dar es otra manera de gracia et de amor que usan los homes entre sí […] ca el que empresta ó da sus cosas en condesijo, fácelo con entención de co- brar lo suyo, mas el que da quítase de todo ello» (Título IV, Libro V de Las Siete Partidas). Lo que se da se pierde, porque el don no es divisi- ble. Si para Derrida esta pérdida proviene de la locura que quebranta (el exceso, la destrucción, el puro gasto o el olvido) y que es presupuesto necesario del don (Dar (el) tiempo), fijémo- nos cómo no son reconocidos los dones «si el que face la donacion es loco, ó desmemoriado B 109 To r t u g a ó desgastador de sus bienes» (Ibidem). La tor- tuga, en una obra de «formación instantánea» y «emanación involuntaria», se convierte en lira, entregándose por completo, es decir, destru- yéndose por completo al transformarse en otra cosa: «a quien dizes tu secreto, das tu libertad», leemos en La Celestina. Decir es dar, y por eso las palabras se acuñan y las lexías se prestan. Resguardarse en casa supone resguardarse en la mudez (secretum tuum captivus tuus est, si id custodis; sed si id divulgas, tu ejus captivus es, Arabum Proverbia, n. 1324), resguardarse en el secreto para evitar la contrapartida del dar, do ut des del contrato, contra-don que convierte en negocio todo amor. «Ná te pido, ná te debo, me voy de tu vera, olvídame ya, que he pagao con oro tus carnes morenas, no maldigas paya, que estamos en paz…» reza la Copla de La Bienpa- gá, haciendo coincidir la ruptura con el final del contrato entre el dar y el recibir. Cuando se da o se recibe, queda expuesta la persona al tablero, poseída por el don, entregada al juego. Las for- mas «Nada te pido: nada te debo», «no te quiero: no me quieras» responden, por vía negativa, a la necesidad que tiene el dar de recibir, incluso por antapódoma lingüística: la selección argu- mental de estos verbos conlleva que el recibir es el dar del otro, y que no se trata sino de una cuestión de origo en la enunciación y, así, ir/ve- nir, comprar/vender y, de un modo metafórico, poetizar/interpretar o pensar/agradecer como verbos de ida y vuelta, de don y contra-don, tal como los han entendido Heidegger, Gadamer o Derrida. Podemos entenderlos como verbos de movimiento, derivados todos de un cierto “lle- var” que implicaría, por selección retributiva, un cierto “traer” o es decir: “llevar allí/llevar aquí”. El problema está desde el origen, en la “intención”, que diría Clavero en su brillante Antidora. Antropología católica de la economía moderna: la palabra, como la moneda, si no se lanza no circula, pues tiene su modo de emisión en la circulación: «Los bienes, si no son comu- nicados, no son bienes», retomando La Celes- tina. De hecho, en nomenclatura numismática y filatélica, “emitido” implica necesariamen- te “circulado”, y emitir supone poner lo «que de mano en mano va», pero ninguno se queda. Falsa moneda –otra de las coplas consideradas malditas–, que nos recuerda a la lectura lacania- na y derridiana de la “Carta robada” de Poe y de “La moneda falsa” de Baudelaire, carta que no es ni del remitente ni del destinatario, “des- tinerrancia” que llegando nunca llega. Al defi- nir la circularidad de la palabra, Lacan parece estar definiendo el mercado: «la repetición, a la que tenemos que concebir enlazada a un pro- ceso circular de intercambio de la palabra. Hay un circuito simbólico exterior al sujeto y liga- do a cierto grupo de soportes, de agentes hu- manos, en el cual el sujeto, el pequeño círculo que llamamos su destino, está indefinidamente incluido» (Seminario 2, Clase 8). Para salir del círculo hay que renunciar a él, indefinidamente, sacrificarse incondicionalmente, taparse los oí- dos a modo de antídoto y no asistir al banquete, porque los dones se guardan, como se guardan los secretos: «Yo te doy –don puro, sin inter- cambio, sin retorno- pero, lo quiera yo o no, el don se guarda y, a partir de entonces, tú debes», escribía Derrida (La difunta ceniza). El don se guarda como señal de otra cosa y, ya sabe- mos, «quien toma sennal por alguna cosa, deve cumplir lo que prometió» (Ley V.4.4 del Fuero juzgo). (Aparte, nuevamente)–: No puede darse sino lo que se repite y circula: sólo hay don si se trata de un encuentro imprevisible, «la týche- del don» (Derrida, Dar (el) tiempo), o necesario azar: lo fortuito es lo afortunado y Hermes es el dios que lo entrega, repartiendo las suertes (oráculo de Hermes Agoreo en Faras, mediante kledonis- mós). El dios proporciona el kledón o ganancia inesperada en tanto dador de gracia, como Cha- ridotes, y de nuevo esto supone un movimiento de ida y vuelta, pues da las gracias el que las re- cibe, así como (se) hospeda a quien (se) hospeda: «Hic charis charus fuit, hostibus hostis amarus», sentencia que leemos en un epitafio del Catálo- go de los Obispos de Oviedo. Los cumplidos de alabanza y bienvenida, como los agradecimien- tos, se dan y se devuelven, pues este negocio «es propio de la gratitud: devolver un servicio al que nos ha favorecido» (Aristóteles, Ética, 1133a). Y, sin embargo, gracioso es aquello que no espera nada a cambio, y agraciado quien no lo espera y sin embargo lo recibe. «El griego cháris acentúa la noción de placer, de agrado (físico también) B 110 B e s t i a r i o y de “favor”» (Benveniste, Vocabulario de las Instituciones Indoeuropeas). La mujer entrega su gracia (gratía), agraciando a quien al reci- birlo agradece. Del mismo modo, la gracia pue- de arrebatarse, quedando la mujer desgraciada (acháris) sin un don que dar (Plutarco, Eróticos, 751d), sin «el don que la mujer hace de ella mis- ma al hombre» (Vernant). Hermes supone el comercio con el exterior, la herma itifálica que vigila desde la puerta las entradas y las salidas del templo, las ganancias y las pérdidas. Supone el trueque, sea económico, en el inesperado –no hay don si no es inespera- do– crecimiento de los rebaños, sea el de la per- suasión susurrante capaz de trocar el favor y las palabras propio de Afrodita o el de las contra- prestaciones entre las Gracias (Χάριτες), junto a las que con frecuencia el dios se representa. μηδέν εìσίτω κακόν: la tortuga se reserva en la casa, círculo de protección que representa Hestia, y no es casual que en la antigüedad se relacionara a la tortuga con la mujer virtuosa en el matrimonio (Plutarco, en sus Consejos a los esposos, y en Isis y Osiris), o las numero- sas referencias a la tortuga como muda, casta y madre protectora (Plutarco, Moralia, IX, 33; Cicerón, Sobre la naturaleza de los dioses, II, 129; Claudio Eliano, Historias curiosas, I, 6 y XV, 19). La relación entre Hermes y la tortu- ga supondría la alianza de Hermes y Hestia en el comercio matrimonial (gracia como don) y de Hermes y Afrodita en el lingüístico (gracia como encantamiento). Este negocio tendrá la forma del quadratum incisum que algunas mo- nedas portaban en el reverso (Kerényi, En el laberinto), esquema que permite hacer rodar lo estático, como herma cuadrangular inserta en elfemenino círculo del hogar (Vernant). Siempre con cautela, eso sí, como las tortugas aladas del Festina Lente, pues la cautelosa tortuga no qui- so salir de su casa –como nunca salió Hestia– ni acudir al banquete por la boda de Zeus, y por eso lleva anclada su casa a cuestas como castigo (Esopo, Fábulas) y, como lira, es eterna compa- ñera del banquete. La tortuga, identificada con el oikos, al salir de su caparazón y darse en lira se convierte en la primera moneda de cambio, en nómisma. Es una casualidad que, tal como cuenta Heródoto en una muy debatida teoría (Historia. Libro VI, 127, 3) el primero en fijar los pesos y medi- das fuera Fidón con el caparazón de una tortu- ga, o que Egina fuera de las primeras ciudades en acuñar moneda, con una tortuga en el rever- so. Y parece una casualidad todavía mayor que “lira” sea el nombre que recibe una moneda, pues en nada tiene que ver con nuestro cuento. Pero, en el texto, todo se hace verdad: la lira de Apolo, la moneda que Hermes intercambia, es el fósil de una tortuga cantora que al destruir- se se entrega, mudando su muda animalidad en musical instrumento, y que al entregarse se destruye, mudando el don en comercio, el poe- ma en tradición, el dar de uno en el recibir de todos: «con que una vez algo haya sido puesto por escrito, las palabras ruedan por doquier» (Platón, Fedro, 275e). La tortuga fue la primera lira y Hermes el primer intérprete, ínter-pres (Benveniste), regateador que al don le puso un pretium, intermediario que lo amonedó. Apolo recibe encantado la lira, «que cincuenta vacas vale» (vs.437) y Hermes, por su parte, el cadu- ceo, calderilla del radiante dios, y un poco de leche y miel: mugido de vacas sagradas y zum- bido de divinas abejas. Trueque de «mayores por menores, como monedas» (Platón, Fedón, 69a), mercaderías que no superan la entera vir- tud del don de la tortuga. Y, necesariamente, en cuanto hay dinero de por medio, el valor se divide. Baste como ejemplo la inutilización del sello mediante el barrado de tinta sobre la efigie o el resellado de la moneda por damnatio memoriae, o bien los procedimien- tos de “sobrecarga” y “contramarca”, que sacan de la circulación destruyendo o transformando su valor por otro. Cuando algo cobra valor, deja de tenerlo, pues ya no se debe a nada. La mone- da porta portando, y de esa mediación nace ya la diferencia y la medida que hace equiparable (Aristóteles, Ética, 1133a y 1133b) y, de ahí, la partición: todo valor lleva sobre sí otro valor, como toda ley lleva encima otra ley, y donador y donatario son esclavos entre sí. La aparición de la moneda conlleva, resultado de esa media- ción, un trasplante de los dos valores que le son inherentes –valor material y valor facial o valor sobrecargado; valor ex natura rei y valor sed sta- tuto et signo reipublicae aut principis de Domin- B 111 To r t u g a go de Soto en De iustitia et iure basándose a su vez en el argumento aristotélico de Política, 1257a– a dos valoraciones del nomos: del oikos al agora, de Hestia a Hermes, de la Oeconomica a la Económica del mercado. Simplificado, paso del don sin fisuras de una «economía natural», a una «economía dineraria» (Otto Brunner, Nue- vos caminos de la historia social y constitucional): celestinescos «temores de la partición». Y, entre medias, la diferencia, sea exceso, gasto, o resto. Acabemos, pues, por dissimilitudo retórica: «la gratitud, por el contrario, quien la manifiesta la tiene; y quien la tiene, por el propio hecho de te- nerla, la expresa» (Pro Plancio de Cicerón, apud Vico). Tenga, a quien me debo, la dedicatoria de este texto. Carlota Fernández-Jáuregui Rojas