Logo Studenta

Badlands 01 - Savages - Natalie Bennett

¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
Esta es una traducción sin fines de lucro, de fans para fans. Con este documento no se 
pretende reemplazar la obra original ni entorpecer la labor de las editoriales.
Si el libro llega a tu país y tienes la posibilidad cómpralo, haz una reseña y apoya a l@s 
autor@s en sus redes sociales. 
Amamos las historias llenas de erotismo, romance y acción y queremos compartirlas con 
otras lectoras que no pueden leerlas en inglés. Por ello te pedimos que difundas nuestro 
trabajo con discreción sin tomar captura de pantalla de este documento ni subiéndolo a 
Wattpad u otras redes sociales.
¡Que disfrutes la lectura!
2
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
3
A los amantes de la lectura de almas oscuras y sucias.
DEDICATORIA
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
Precaución: Contenido Gráfico
 
No voy a poner aquí una larga y detallada advertencia sobre todas las cosas que encontrarás 
en este libro. Normalmente se ignoran de todos modos. Savages es el primer libro de una serie 
erótica oscura con un tema distópico subyacente. 
Por favor, conoce tus limitaciones. Este libro está lleno de lenguaje vulgar. Si tienes pro-
blemas para leer sobre temas muy oscuros y depravados con cero consideraciones por los límites 
morales, esta no es la serie para ti. Si quieres preguntas con respuestas sencillas y fáciles de 
encontrar, héroes redimidos y un “felices para siempre” garantizado, no soy la autora para ti. 
No escribí este libro con la esperanza de que fuera lo más oscuro jamás escrito, sino que 
conté la historia que quería contar. También, por favor, ten en cuenta que esto no es romántico. 
En este momento ni siquiera estoy segura de que pueda considerarse una historia de amor.
 NOTA DE LA AUTORA
4
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
PLAYLIST
Let You Down—NF
Whore—In This Moment
Sick Like Me—In This Moment
The Beautiful & The Damned—G Eazy
What’s Wrong—Pvris
Imperfection—Evanescence
Madness—Ruelle
The Devil In I—Slipknot
Homemade Dynamite—Lorde
Gangsta—Kehlani
Take Me To Church—Hoizer
Bad At Love—Halsey
Heaven In Hiding—Halsey
Him & I—Halsey
What Sober Couldn’t Say—Halestorm
Praying—Ke$ha
Cut The Cord—Shinedown
Wrong Side Of Heaven—5FDP
Cradle To The Grave—5FDP
Pray—Sam Smith
 
5
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
CONTENIDO
Dedicatoria
Nota de la Autora
Playlist
Sinopsis
PARTE UNO
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
PARTE DOS
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Deviants
Agradecimientos
Sobre la Autora
Créditos
6
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
—Soy el monstruo que ellos crearon. Soy la puta de la están avergonzados. 
Cuando la vida trató de quebrarme, agarré a esa perra por el cuello y apreté.
Pensé que podía superar cualquier cosa. Juré que podía con él, pero después de 
haber sido obligada a jugar en el patio del Diablo acabé anhelando su toque. 
Una prueba de su veneno hizo que mis lealtades empezaran a flaquear.
—Soy una pesadilla viviente, soy todo aquello que temen.
Me han llamado el Diablo, trastornado y salvaje. Viví bajo un código creado por 
almas rebeldes. Éramos pecadores y ladrones que no pedían disculpas por tomar lo que 
nos diera la gana. Salvar a una chica en el bosque nunca formó parte de mis planes, 
pero cuando vi la locura en sus ojos supe que era una pareja hecha en el infierno.
Ahora los secretos se acumulan, los cuerpos se pudren y el 
tiempo se agota para terminar lo que empecé.
SINOPSIS
Calista
Romero
7
Servatis a periculum, servatis a maleficum.
PARTE UNO
8
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
PROLOGO
Aquí no hay héroes, sólo monstruos. 
Yo no soy una excepción. 
Soy la confidente del diablo. 
Soy culpable de pecados inimaginables. 
Yo estaba mejor sin él, y él estaba mejor solo, pero el hilo rojo del destino nos unió. Por mucho 
que se enredara o estirara, nunca se rompería. 
En él encontré mi absolución. 
Me salvó de la luz mostrándome la hermosa depravación que podía encontrarse en la 
oscuridad. 
Mi amado diablo hizo florecer y prosperar cada parcela marchita de mi ser nutriéndola con 
su mente siniestra. Se tatuó a sí mismo en mi corazón y estableció su residencia permanente 
dentro de mi cabeza. 
La nuestra no es una historia llena de momentos empalagosos, ni un cuento de hadas cons-
truido sobre ilusiones. El mundo en el que vivíamos se había congelado hace mucho tiempo, y 
nuestros corazones lo hicieron con él. El amor era una palabra de cuatro letras que ninguno de 
los dos había aprendido, y la confianza era un concepto extraño del que no sabíamos el signifi-
cado. Las probabilidades estaban en nuestra contra en todos los lados del espectro. 
Sólo se podía llegar a nuestro oscuro paraíso allanando el camino con sangre y cadáveres. 
A algunos les costará entender cómo unos simples seres humanos podían hacer todo lo que 
hacíamos: matar sin piedad. Mentir y traicionar. Tomar lo que queríamos sólo porque podíamos. 
Se reducía a nada más que el ADN, los genes que nos hacían ser quienes éramos. La sangre 
que bombeaba por nuestras venas llevaba una hermosa locura que sólo nosotros entendíamos. 
Él nació enfermo. Yo estaba jodida de la cabeza. 
Juntos, éramos salvajes. 
9
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
CAPITULO 1
4 años atrás
La prendió fuego, pero fue a mí a quien vio arder. 
En cuestión de segundos, su cuerpo se ahogó en un infierno. El fuego brillaba en rojo, 
bañando el cielo nocturno en sangre. Una sábana de llamas danzaba por su piel desnuda, 
encogiendo y abriendo la carne, dejando que el fluido corporal fuera expulsado. Alcanzando 
sus oscuros mechones de cabello y carbonizándolo hasta el cuero cabelludo. 
Le habían cosido la boca después de obligarla a arrepentirse de sus pecados, silenciando 
sus chillidos de agonía y miedo. El aroma familiar de la carne carbonizada impregnaba el aire, 
llenando mis pulmones doloridos con cada bocanada de aire que tomaba. 
La Orden se mantuvo al margen, observando con expresiones aburridas en sus rostros mien-
tras las falsas monjas se tomaban de las manos y susurraban sus oraciones sintéticas. 
Deseaba que fuera un sueño, pero estaba totalmente despierta. Hubiera dado lo que fuera por 
ocupar su lugar. Hubiera deseado que alguien nos salvará del odio, pero nadie dio un paso al frente. 
Me había esforzado tanto en advertirle que se alejara. Le había rogado que no volviera a por mí. 
¿Por qué no me escuchó? 
 Mi cuerpo se estremeció con sollozos silenciosos, apretando mi corazón en el pecho. No 
podía moverme. Me dolía respirar. Sentí que me quemaba con ella. 
Me vi obligada a observar cómo la vida abandonaba su cuerpo, dejando sus miembros 
colgando sin fuerzas sobre las llamas. Los huesos que habían quedado al descubierto estaban 
resbaladizos con el residuo grasiento de la carne derretida. 
Calista
10
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
Cuando dos hombres se adelantaron para empezar a extinguir el fuego, nadie dijo nada. 
Intenté no imaginarme qué pasaría con lo que quedaba de su cuerpo ennegrecido, sabiendo 
que iba a ser desechado para que los cuervos y los animales salvajes se dieran un festín.—Es una pena que haya tenido que llegar a esto —suspiró mi padre, retirando su pesado pie 
de mi columna vertebral. —Me has decepcionado, Calista. 
Pasó por encima de mi cuerpo y se arrodilló, levantando mi maltrecho rostro de la tierra. Su 
lógica sesgada le hacía creer que, si mi dolor no era visible, entonces no me dolía... cuando era 
él quien me había enseñado a soportar el maltrato. 
Lo miré a sus fríos ojos grises y esperé que viera el odio que ya no me molestaba en enmas-
carar. Si tuviera fuerzas, le habría arrancado la yugular con mis propios dientes. 
Había hecho todo lo que me había pedido, incluso cuando no quería, cuando las secuelas 
siempre me mataban un poco más cada vez.
Reprimí partes de mí para apaciguarlo, pero por mucho que lo intentara, nunca fue suficiente. 
Antes, todo lo que quería era que él recordara que era su niña. Ahora, lo quería muerto. 
Quería sentir su sangre entre mis dedos y conservar su cabeza como trofeo. 
—¿Te sientes mejor... ahora? —resollé, ahogándome con saliva. 
—No has aprendido nada de todo esto; realmente no tienes remedio. —Me apretó las meji-
llas y luego me devolvió la cara a la tierra, con una mirada de asco torciendo sus rasgos. —Tus 
pecados te comerán viva. —Con un último movimiento de cabeza, se rio y me miró con ojos 
insensibles antes de levantarse y alejarse. 
—Llévenla más allá de la frontera y déjenla —exigió por encima del hombro a mis her-
manos, que habían permanecido de pie observando el desarrollo de los acontecimientos. 
—Si no me matas ahora... volveré y te mataré —prometí.
Siguió caminando, sin molestarse en echar siquiera una mirada hacia atrás. Mi esperanza de 
que se diera la vuelta y acabara con todo se esfumó tan rápido como había llegado. 
Mis hermanos se apresuraron a obedecer su orden. Cada uno de ellos me sujetó un brazo 
y empezó a arrastrarme boca abajo por el suelo. Apreté los dientes mientras mis manos eran 
amarradas a la espalda con tiras de cuerda. 
 —Acabemos con esto; aún no he cenado —refunfuñó mi hermano mayor, levantándome 
y arrojándome a la caja de su camión con un suspiro irritado. Dejé escapar un suave gruñido 
cuando mi costado impactó con el piso de metal. 
11
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
Un segundo después, el motor aceleró y salí volando hacia delante mientras el camión se 
adentraba en la noche. 
Mucho más rápido de lo que esperaba, empezaron a aparecer en los árboles señales que 
advertían de que estábamos a punto de salir de la zona segura. 
Me quedé boca abajo, tratando de idear un rápido plan de acción. Sabía que una vez que 
llegáramos a nuestro destino, lo inevitable estaría a punto de suceder. 
Y tenía razón. 
Segundos después de que la camioneta se detuviera por completo, uno de mis hermanos 
bajó el portón trasero y se agarró a mi hábito para sacarme. 
—Podríamos follarla ahora —susurró mi hermano menor, Noah, presionando su codo en 
mi espalda para mantenerme inmovilizada. 
—No, Judy es suficiente para mí. Además, mírala, está asquerosa. 
Ante sus palabras, mi estómago se retorció en un nudo, la bilis ácida subió a mi garganta. 
Judy era nuestra prima de trece años. 
¿Cómo no sabía que esto estaba ocurriendo? ¿Cuándo empezaron mis hermanos a alimen-
tarse de la mierda que vomitaba nuestro padre como cualquier otro acólito con el cerebro la-
vado? Esto no debería haberme sorprendido tanto como lo hizo. Toda la Orden estaba formada 
por una gigantesca familia incestuosa que intercambiaba fluidos corporales. 
—Como quieras; no me importa su aspecto. Sólo quiero lo que hay entre sus piernas. —
Noah se rio. Agarró la tela oscura alrededor de mi cintura y comenzó a deslizarla hacia arriba. 
—Hazlo rápido; esperaré en el camión.
El sonido de los pasos en retirada hizo que uno de mis peores temores se hiciera realidad. 
Me estaban dejando sola para que me violaran, lo cual era esperable en circunstancias normales, 
pero nunca por parte de mis hermanos. 
—No lo hagas —rogué, luchando por apartarme. 
—Shhh. —Me sopló al oído, presionando el lado de mi cara contra la caja del camión. 
Agarrando mi sencilla ropa interior de tela con una mano, la arrancó fácilmente. Su pesado 
colgante en forma de cruz me presionó la espalda mientras me aplastaba con su peso. 
Oí el sonido delator de su cinturón al desabrocharse y mi estómago se convirtió en piedra. 
12
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
—Para —supliqué un poco más alto, con la voz cargada de emoción. 
Se aclaró la garganta y escupió en la palma de su mano, frotando el ADN que compartimos 
entre mis nalgas. Tragué repetidamente para contener el vómito, pero cuando su asquerosa y 
dura polla presionó mi sensible agujero, éste brotó de mi boca y goteó por mi barbilla, dejando 
un sabor ácido en mi lengua. 
Me sacudí de un lado a otro, intentando por todos los medios expulsarlo, sin conseguirlo. 
Mi cuerpo demacrado protestaba por el movimiento, irradiando dolor. Louis Armstrong em-
pezó a cantar la letra de What A Wonderful World del reproductor de casetes de la camioneta, 
eclipsando así mis súplicas y sollozos. 
—No te muevas —gruñó Noah, dándome la vuelta para que quedara de espaldas, obligán-
dome a recostar la cabeza en mi propio vómito. 
Mis hombros protestaban por la posición y la cuerda me cortaba las muñecas. 
—Por favor, no lo hagas —supliqué mientras se acomodaba entre mis piernas. Me tapó la 
boca con la mano y consiguió introducir la mitad de su erección dentro de mí. 
Sacudiendo vigorosamente la cabeza de un lado a otro, liberé la boca y tomé un áspero 
aliento, soltándolo en un grito entrecortado mientras él se retiraba y volvía a introducirse. La 
fricción unida a la sequedad desgarró el delicado tejido, haciéndome sangrar. Mi mente se 
quedó en blanco, incapaz de creer que esto estuviera pasando, que mi dulce hermanito no se 
estuviera moviendo dentro de mí, gimiendo su placer en mi oído. 
Las náuseas me revolvieron el estómago. No podía salir de debajo de él y desperdiciaba toda 
mi energía intentándolo, pero algo tenía que hacer. Nadie iba a salvarme. 
La adrenalina tenía mi pulso acelerado a una velocidad peligrosa. Podía oír los latidos de mi 
corazón retumbando en mis oídos. Con un enfoque único, me levanté y nos llevé casi boca a 
boca, tomándolo por sorpresa. 
Agarré su labio inferior entre mis dientes y lo mordí tan fuerte como pude. 
—¡Ah, mierda! —balbuceó, retirándose inmediatamente de mí. 
Su puño y el dolor golpearon simultáneamente el lado derecho de mi cara. El impacto me 
obligó a soltarlo, pero no sin arrancarle un suave trozo de carne del interior de la boca. Lo es-
cupí, junto con la sangre que saboreé en mi lengua. 
Se levantó de un salto y se limpió la cara con el dorso del brazo. Sin nada que me equilibrara, 
me caí desde el portón del camión. Antes de que pudiera orientarme, su bota me dio una pa-
tada en el estómago. 
13
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
Jadeando, conseguí rodar sobre un lado, recibiendo otra patada en la espalda. Doblé la co-
lumna vertebral, metí los hombros y la barbilla en el pecho para formar una bola protectora. 
—Maldita perra, ni siquiera vales la pena. —Un poco de saliva aterrizó en mi mejilla, y su 
mano bajó e intentó arrancar el colgante de mi cuello. 
Cuando no consiguió quitármelo, me dio una última patada en la cabeza. El dolor estalló 
en mi cráneo y vi estrellas. 
Una puerta se cerró de golpe y luego desaparecieron. 
Cuando las luces traseras se desvanecieron, la oscuridad me engulló con avidez. 
14
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
CAPITULO 2
Calista
Cuando salió el sol, el calor subió con él. 
El aserrín y los trocitos de hierba se pegaban a mi cara sudorosa e hinchada. Seguía en el 
arcén, luchando conmigo misma para norendirme. 
Mi padre nunca esperaría que sobreviviera y eso me hizo darme cuenta, por primera vez en 
diecinueve años, de que era libre. Mi historia no iba a terminar aquí, ni siquiera había empezado. 
Sin embargo, estaba muy cansada. La idea de moverme casi me daba ansiedad, pero no 
podía seguir sin hacer nada al lado de la carretera. Si alguien me encontraba en ese estado tan 
patético, no tenía ninguna posibilidad de enfrentarme a él. 
Tiré por enésima vez de la cuerda que me rodeaba las muñecas, sin éxito. Apretando los 
dientes contra el dolor que irradiaba de mi trasero, utilicé los músculos de mi cuerpo y mis 
piernas para levantarme del suelo, siseando cuando mis costillas protestaron. 
Una vez de pie, me balanceé y luché por mantenerme erguida. Mirando a mi alrededor con 
un ojo bueno, observé el paisaje que me rodeaba. 
Nunca había estado en las Badlands, nunca me habían permitido alejarme de la Orden. No 
tenía ni idea de adónde ir. Tanto la izquierda como la derecha eran largos tramos de carretera 
rodeados de campos de nada. 
Me arriesgué y elegí la derecha. Evité el asfalto humeante caminando por el borde de la calle. 
No sabía qué demonios iba a hacer, pero al menos me movía, aunque lentamente. 
Caminé y caminé y caminé. 
15
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
Mi pecho se agitaba con cada respiración estrangulada que hacía mientras intentaba que me 
entrara algo de saliva en la boca. El sudor rodaba desde mi frente hasta mis labios agrietados. 
¿Cuánto tiempo tardaría mi corazón en ceder? Cada bombeo de sangre que empujaba por 
mis venas era como un sólido raspado en un bombo que reverberaba en mi cerebro. Todos los 
dolores y molestias del día anterior estaban ahora latentes. Mi ojo izquierdo se había hinchado 
hasta alcanzar el tamaño de una pelota de golf, limitando la visibilidad. Mi hábito no hacía más 
que aumentar mis dificultades, la pesada prenda negra me sofocaba y servía de faro para el sol. 
Finalmente, me detuve a descansar contra un árbol que ofrecía cierta sombra, diciéndome 
a mí misma que era sólo por unos segundos. Mi visión estaba borrosa y mis piernas apenas 
podían sostenerme. La vista era la misma que cuando empecé, lo que me hizo sentir que no 
había ido a ninguna parte. 
Sabía que podía sobrevivir a esto. Sólo tenía que seguir caminando el mayor tiempo posible 
sin caerme. Me obligué a creer que todo iría bien; sin pensamientos negativos, sin analizar ni 
procesar nada de lo que había pasado. 
Cuando empecé a perder el conocimiento, mi voz interior no consiguió que me moviera de 
nuevo. No fue hasta que me pusieron un trapo frío en la cara cuando me desperté lo suficiente como 
para darme cuenta de que estaba en un vehículo en movimiento y de que tenía las manos desatadas. 
—¿Es ella? —susurró un hombre. Creo que mi cabeza estaba en su regazo. 
—No estoy seguro. ¿Está haciendo algo ya? —respondió otro hombre, sonando un poco 
más lejos. 
—Bueno, está respirando, ¿no?
—Sabiondo —refunfuñó la voz lejana. 
—¿Por qué las hacen vestirse como monjas? Esta mierda santa me fríe el cerebro. 
—Sabes que son una banda de frikis, hermano. Sólo espero que no tengan a Tilly. 
¡Tilly! ¿Conocían a Tilly? 
¡Está muerta! Intenté decírselo, pero mi boca no funcionaba. 
Oír su nombre abrió las compuertas que intentaba mantener cerradas. El recuerdo de su 
cuerpo calcinado estaba demasiado fresco. Era una herida fea supurante que no sabía cómo 
empezar a arreglar. 
Quería gritar. Quería darme un minuto para derrumbarme y llorar a la primera persona con 
la que había encontrado amistad, pero estaba demasiado agotada física y mentalmente. 
Cuando empecé a desmayarme de nuevo, sentí que unos dedos mugrientos volvían a tocar 
mi piel, encontrando el camino hacia la cruz que llevaba atada al cuello. 
16
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
Debí emitir algún sonido porque el suave tacto desapareció cuando mi cabeza se inclinó. 
—¿Puedes oírme? ¿Puedes decirme quién eres?
Podía oírlo, pero no podía decirle quién era porque no lo sabía. Podía decirle lo que se su-
ponía que era y para lo que estaba hecha; que desde que era una niña, mi padre me utilizaba 
como peón para promover su agenda, pasándome a hombres que me triplicaba en edad desde 
que tenía once años para que hiciera favores sexuales. Fui una muñeca sexual viviente para una 
colonia de hombres y mujeres. Fui condenada y sentenciada por ser diferente e incomprendida. 
Si hubiera podido hablar, le habría dicho lo único que importaba ya. 
Soy el monstruo que crearon. Soy la puta de la que se avergüenzan. 
Me quitaron el cielo. 
Ahora, les treré el infierno. 
17
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
CAPITULO 3
Presente
Fue otra noche de insomnio bajo sábanas calientes. El gran ventilador eléctrico que giraba 
de un lado a otro no hacía una mierda para refrescar la habitación. Jugué sin descanso con la 
cruz invertida que llevaba al cuello antes de rendirme finalmente con un resoplido frustrado. El 
insomnio era una pequeña y pegajosa perra. Mientras la gente normal dormía a pierna suelta, 
mis demonios decidieron entablar una conversación. 
Apartando la sábana de mis piernas, miré a Jinx, asegurándome de no despertarla. Cuando 
no se movió ni habló, me deslicé lentamente fuera de la cama. Al ver mi ropa en el suelo, la 
recogí y me dirigí de puntillas al pequeño cuarto de baño. 
Después de volver a ponerme los shorts y la camiseta, me acerqué a la palangana que estaba 
pegada a la pared y bebí un poco de agua del grifo, suspirando cuando el líquido fresco alivió 
la sequedad de mi garganta. 
Torciendo los labios, ladeé la cabeza y miré mi fantasmal y pálido reflejo en el espejo destro-
zado. Unos ojos azules y apagados, rodeados de un maquillaje negro manchado, me miraban 
fijamente. Los mechones rubios enmarcando mi rostro. Parecía viva, mi cuerpo respiraba y mi 
corazón aún latía, pero por dentro estaba muerta. La mayoría de los días sentía que apenas existía. 
Colocando los dedos sobre el cristal, comencé a trazar las líneas. No importaba el camino 
que tomara, siempre acababa volviendo al punto de partida. Mi vida no era más que una rueda 
de hámster que giraba en su sitio, sin avanzar, sin ir a ninguna parte. 
Apreté el dedo índice sobre un fragmento que sobresalía y sonreí cuando la sangre empezó 
a brotar de la punta. 
Calista
18
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
Observé cómo intentaba desandar mi camino en las retorcidas grietas, sólo para que se sol-
tara y dejara su propio rastro carmesí. 
¿Era realmente tan fácil? Parecía que no podía encontrar la salida. Por mucho que intentara sepa-
rarme y aventurarme por mi cuenta, siempre acababa de nuevo en el retorcido laberinto, atrapada. 
Quería saber en qué me había equivocado. Había un agujero negro creciendo en mi mente. 
Odiaba en lo que me había convertido, esta cáscara vacía de una chica que había pasado tanto 
tiempo ocultándose que ahora no tenía ni idea de quién carajo se suponía que era. 
No tenía problemas para recordar las cosas que quería olvidar. La prisión mental en la que estaba 
metida mantenía todos los recuerdos de mi pasado atrapados conmigo en una celda fría y solitaria. 
Lo odiaba, mierda. 
No, eso es un eufemismo. 
Estaba harta de estar harta.
Me metí el dedo ensangrentado en la boca, me aparté del espejo y salí del baño. 
Volviendo de puntillas a la habitación, me escabullí al pasillo poco iluminado y cerré la 
puerta tras de mí. 
Esperando que todos los demás en el complejo estuvieran durmiendo a una hora tan tardía, 
me dirigí inmediatamente en dirección a las voces susurrantes. Cuanto más me acercaba, más 
claras eran. Al doblar una esquina, me detuve en la puerta de la sala de estar. 
Tito y Grady estabande pie sobre una mesa con las cabezas juntas. Los observé durante 
unos minutos, preguntándome si se darían cuenta de que estaba allí, esperando que me recono-
cieran. Había un montón de papeles entre ellos que no podía ver con claridad desde mi punto 
de vista. Era evidente que estaban tramando algo, como todas las noches de los últimos meses. 
Su nivel de sigilo era una mierda. 
—Tenemos que hacer esto en secreto. Nadie más puede saberlo —susurró Tito. 
—¿Nadie más puede saber qué? —cuestioné, entrando en la habitación. 
Se separaron de un salto y ambos se giraron para mirarme. Los ojos marrones de Tito se en-
contraron con los míos y, como siempre, me recordaron a Tilly, su gemela. Tenían los mismos 
rasgos polinesios: rizos hasta los hombros y una piel morena impecable. La única diferencia 
entre ellos era que uno estaba vivo y la otra muerta. 
—¿Cuánto tiempo llevas ahí parada? —preguntó Grady. 
19
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
—Bastante tiempo. —Obligándome a apartar la mirada de Tito, me centré en la mesa que 
parecían demasiado decididos a bloquearme. 
—¿Qué demonios hacen ustedes dos aquí?
Se quedaron rígidos y en silencio, lo que me impulsó a caminar alrededor de ellos para ver 
por mí misma lo que fuera que estaban tratando de ocultar. —¿Qué es esto?
—Investigación —reconoció Tito, volviéndose para observarme. 
—Investigación, ¿eh? —Bajé la mirada a la mesa que estaba llena de notas, recortes de pe-
riódicos y fotos polaroid. 
—Estás lleno de mierda, y me estás mintiendo a la cara. ¿Por qué ibas a investigarlos? 
Tomé una de las muchas hojas de papel en las que estaba escrito “Salvajes”. 
—Te dije que no deberíamos haber hecho esto aquí —espetó Grady a Tito antes de volver 
su atención hacia mí. —Cali, esto no es lo que parece. 
—Entonces, ¿sólo estoy soñando que ustedes dos imbéciles se reúnen en secreto para pla-
near algo que los involucra? —Agarré otra hoja de papel, dejándola revolotear en el suelo 
cuando no pude descifrar la descuidada escritura garabateada en ella. 
Una imagen en particular me llamó la atención. No era como ninguna de las otras. 
La alcancé al mismo tiempo que Tito, apartando su mano de un revés antes de que pudiera 
recogerla. No estaba en color, el hombre de la foto. Y quienquiera que la haya tomado la hizo 
sin que él lo supiera. 
Tenía el ceño fruncido mientras miraba algo que no era visible para el objetivo. Los tatuajes 
cubrían cada centímetro de piel visible. En la sien derecha tenía tatuado ‘Salvajes’ y justo de-
bajo del rabillo del ojo había una pequeña pero evidente cruz invertida. Acaricié distraídamente 
mi collar, incapaz de apartar la vista de él. 
—Puede que sepa dónde está David —anunció Tito finalmente. 
—¿Puede? —De repente, tenía toda mi atención. 
Suspiró. —Han estado anormalmente callados durante las últimas semanas. Podrían estar 
trabajando juntos. Creo que están a punto de hacer algo grande. 
—Mi paranoia necesita saber qué carajo está pasando para poder estar preparada si se ave-
cina una tormenta de mierda, y que no nos pille en medio. 
20
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
—Necesito a alguien en el interior. Era Simón o Grady, así que lo envio a él. —Hizo un 
gesto con el pulgar en dirección a Grady. 
—Entiendo por qué le ocultas esto a todos los demás, pero ¿por qué a mí? ¿Por qué me 
ocultas esto?
Estaba enojada y él lo sabía. Había estado buscando a David, mi donante de esperma, du-
rante años. Era casi imposible encontrarlo porque nunca se quedaba en un sitio más de unos 
meses. Había oído a través de los rumores que La Orden estaba creciendo y sus seguidores 
parecían aumentar con ella. 
 —Cuanta menos gente lo sepa, mejor. Esto no es una conspiración personal contra ti. 
—Todo esto podría ser una trampa; como él dijo, es sólo paranoia —añadió Grady, 
apoyándolo. 
—No me importa si es paranoia. Si tan sólo pensabas que había una minúscula posibilidad 
de encontrarlo, ¿por qué no me lo dijiste?
—Quizá porque no eres la única en esta sala que ha perdido a alguien por culpa de ese pe-
dazo de mierda —espetó Tito. 
—¿Perdiste a alguien? Yo lo perdí todo, pero eso no viene al caso. No es una competencia. 
¿Por qué enviarías a Grady, de todas las personas? ¿Y por qué Simón era una opción? No sería 
capaz de encontrar su pene si no estuviera atado a él.
—Bueno, no puedo confiar en mucha gente con esto. No quiero que nadie sea asesinado o 
caiga en ese estilo de vida. ¿A quién sugieres que envíe? ¿A ti?
Me encogí de hombros. Eso es exactamente lo que estaba sugiriendo. Comenzó a reírse, 
parando en seco al ver lo sería que estaba. 
—Por supuesto que no. No. ¿Estás loca? —Recogió un recorte de un artículo reciente y lo 
sostuvo para que lo viera. —¿Ves lo que les hacen a las mujeres? Mira esto. 
Resoplando, estudié detenidamente la foto del peródico. Los pechos eran lo único que que-
daba para confirmar el sexo de la persona. Todo lo demás estaba mutilado o había desaparecido. 
Una gran cruz invertida había sido tallada justo en el centro de su torso desnudo. 
Está claro que no vio lo mismo que yo. 
Vi a alguien tratando de hacer una declaración. 
Estaban enviando un mensaje personal. 
21
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
Quienquiera que haya tomado la foto lo hizo mucho tiempo después de la autopsia. El 
cuerpo había empezado a descomponerse, pero señalar que algo o alguien podría haberla des-
montado era un punto discutible con él. 
No estaba segura de cómo esperaba que reaccionara, pero esto no me disuadió. Ya estaba de-
cidida. No tenía nada que perder ni nada que temer, lo que me convertía en la mejor candidata. 
Levanté la vista de la foto con otro encogimiento de hombros. —Esto no cambia nada. No 
soy esta mujer. 
—¿Esto no te molesta en absoluto?
Me observó con incredulidad, mirando a Grady como si necesitara la confirmación de otra 
persona de que no me importaba. —¿Qué te pasa? 
No me molesté en contestar; no le gustaría mi respuesta. En un momento dado, la horrible 
imagen habría tenido algún efecto en mí. Tal vez la patada en la nuca me había hecho perder 
algo. No podía precisar cuándo había cambiado, ni describir realmente cómo sabía que no era 
la misma. Algo cambió, y no hice ningún esfuerzo para volver a cambiar. 
No tenían ni idea de a quién dejaban vivir bajo su techo. Había una parte secreta de mí que 
nunca les dejaba ver, manteniéndola oculta bajo llave. La extraña criatura que acechaba justo 
debajo de mi piel estaba enjaulada y esperaba que la dejaran salir. 
Normalmente me ocupaba de ocultar mi naturaleza más dura, pero últimamente me cos-
taba ser buena. Mis ángeles y mis demonios seguían cruzando señales. 
—En realidad, Cali es perfecta para esto —expuso Grady vacilante. 
—¿Qué carajo? —Tito expresó exactamente mis sentimientos, girando la cabeza tan rápido 
que le crujió el cuello. 
—Escúchame en esto —continuó Grady, levantando una mano para silenciar cualquier 
protesta. —Puede que sea una bocazas, pero es inteligente. Y obstinada. Y no confía en nadie. 
Ah, y es una mujer, lo que juega mil veces más a nuestro favor, ya sabes, por aquello de la ‘mujer 
indefensa’. —Marcó cada punto con los dedos. 
Cuando ninguno de los dos habló de inmediato, sus ojos de color avellana rebotaron entre 
nosotros y una sonrisa de satisfacción se extendió por su rostro de querubín. Esperaba que 
repitiera lo que todos los demás en el recinto susurraban sobre mí cuando pasaba por allí. Sin 
embargo, debería haberlo sabido. 
Desde el día en que él y Tito me encontraron, habían hecho todo lo posible por velar por mi 
bienestar. Eran las únicas personas, aparte de Jinx, que nunca hablaban mal de mí. 
22
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
Nunca me habían juzgado por mi oscuridadni me habían dicho religiosamente que no 
pertenecía al grupo por mis vínculos con David. 
Todos los demás necesitaban un lugar al que dirigir su odio y su miseria, y yo resultaba ser el 
blanco perfecto. Era un villano al que podían culpar; me temían. A veces, no los culpaba. Sabía 
que había un fallo en mi ADN. La simple verdad era que me importaba un carajo. 
—Esas parecen razones para no enviarla —repasó finalmente Tito. 
—No, esas son las razones para enviarla. Además, no le gustan las pollas —agregó Grady. 
Se miraron fijamente, con una silenciosa batalla de voluntades entre ellos. 
Sentí que me estaba perdiendo algo, pero con estos dos, eso no era inusual. No me molesté 
en añadir mi opinión, sobre todo porque lo que dijo Grady era cierto, excepto por la parte 
donde no me gustaban las pollas. Ya no me gustaba nada particularmente. Me había acostado 
con demasiados hombres en un esfuerzo por demostrarme a mí misma que no estaba rota. 
Nunca funcionó. 
 No obtuve nada de las experiencias más que tres minutos y veinte segundos gratis de 
pérdida de tiempo. Me sentía vacía y utilizada, como hacía años, y ya no merecía la pena; no 
cuando sabía lo que realmente necesitaba. 
Jinx era estrictamente una amiga, la única amiga de verdad que había tenido. Era una precio-
sidad, pero a pesar de lo que Grady se negaba a creer, no albergaba ningún deseo secreto por ella. 
Me quedé observando cómo discutían mis pros y mis contras como si no estuviera en la 
habitación, y les cerré la boca a los dos cuando no pude soportarlo más. 
—No importa lo que ninguno de ustedes piense que debo o no debo hacer, porque voy a 
hacer lo que se me de la gana. 
Dejaron de ir de un lado a otro y me miraron con la boca ligeramente abierta. 
—Los Salvajes no son una banda de caballeros que intentan hacer un favor al mundo. Viven 
según su propio código. No estamos hablando de los malditos boy scouts —subrayó Tito, le-
vantando las manos en señal de frustración. —Son parias. Indeseables. Están enfermos de la 
puta cabeza. 
No estaba diciendo nada que no hubiera escuchado antes. Sinceramente, sonaba como si me 
estuviera describiendo a mí misma. 
—Nadie quiere hacer favores a este mundo, T, y no los culpo. Es un lugar realmente jodido 
para vivir. 
24
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
Abrió la boca para responder y la cerró de inmediato, incapaz de refutar lo que acababa de 
decir. Vivíamos en un mundo en el que las personas no tenía humanidad, eran meros animales 
a los que no se les había enseñado a comportarse. 
Había un lugar llamado El Reino. Supuestamente, la hierba era de un verde vibrante, 
siempre había sol, y el amor lo conquistaba todo: una jodida utopía real que no tenía ningún 
uso para las malas hornadas como nosotros. 
Fuera de esos imponentes muros estaban las Badlands, y en ellas los débiles luchaban contra 
los fuertes. Reinaba la anarquía. 
El mundo había sido así mucho antes de que yo naciera. Si la Orden y los Salvajes realmente 
tenían algún plan diabólico para el resto de nosotros, no había una mierda que Tito o yo pu-
diéramos hacer para detenerlo. 
—No vas a dejar pasar esto, ¿verdad? —Me preguntó sin rodeos. 
—Es muy poco probable. 
—Deberías tomar asiento, entonces. Tenemos mucha mierda de la que hablar. 
 Se dio la vuelta y cerró la puerta, dejando escapar un profundo suspiro antes de volver a mirarme. 
—Empecemos por su nombre. 
24
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
CAPITULO 4
Calista
Se llamaba Romero. 
Era la primera vez que oía a alguien decirlo. La gente era demasiado supersticiosa para 
pronunciarlo, como si fuera una entidad demoníaca que fuera a aparecer y cortar sus tiernas 
gargantas antes de arrastrar sus frágiles almas directamente al infierno. 
Habíamos pasado horas discutiendo los riesgos y los posibles resultados. Como el tiempo 
era un factor sensible, hicimos lo mejor que pudimos, convirtiendo la información de meses 
en un plan de última hora. 
Suspirando, miré por la ventanilla del Touareg y observé todos los campos vacíos, los vastos 
terrenos baldíos que pasaban a nuestro lado. 
Nos estábamos alejando cada vez más de cualquier cosa remotamente civilizada. 
En el lado salvaje. Así es como lo veía: lejos de las pequeñas barreras morales y de la frágil 
sensibilidad de la sociedad. 
—Todo esto podría no ser nada —mencionó Tito por lo que debía ser la décima vez en 
menos de dos horas. 
—O podría serlo todo. —Fruncí los labios y entrecerré los ojos. Deseé que pudiéramos 
jugar al juego del silencio hasta que dejara de estar atrapada en un auto con él. Nuestros ojos 
permanecieron fijos en el espejo retrovisor hasta que se vio obligado a apartar la mirada o arries-
garse a desviarse de la carretera. 
—No quiero que termines como su última chica. 
25
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
¿Su última chica? Eso despertó instantáneamente mi interés y me irritó aún más. No sabía 
nada de ninguna chica. 
—¿Por qué? ¿Qué pasó con ella?
—Eso no es relevante para tu situación. Sólo está tratando de hacerte cambiar de opinión 
—intervino Grady. 
—Tratar de llenarme de dudas es un desperdicio de tu precioso aliento. Esta es la mejor pista 
que he tenido en cuatro años. 
Su respuesta fue un movimiento negativo con la cabeza. Sabía que la única razón por la que 
había cedido en esto era porque sabía que robaría su información y lo haría de todos modos. 
No me gustaba especialmente que me dijeran que no podía hacer algo porque tenía las pelotas 
en el pecho y no entre las piernas. 
Durante la primera hora de nuestro viaje, me había contado todas las historias de terror 
sobre Romero que se le habían ocurrido, sin darse cuenta de lo que estaba haciendo. La bru-
talidad no me asustaba; me intrigaba. La verdad es que quería ver quiénes eran esas personas y 
cómo vivían. Cada trozo de información, por muy inquietante que fuera, sólo me hacía desear 
conocerlo más. 
Necesitaba alejarme, algo que me sacara del turbio pozo negro de eso que llamaba vida. 
Cada día sentía que perdía otra parte de la mujer que rehuía para asimilar. Necesitaba hacer 
esto. Era todo lo que había estado esperando. 
Sin embargo, no podía decirles nada de eso. Nunca entenderían las partes de mí que ocul-
taba. Jinx era la única persona que lo había intentado, y me había tenido que ir sin despedirme 
de ella. Esperaba sinceramente que entendiera por qué. 
—Aquí es —señaló Grady en dirección a una línea de árboles que se asomaba en la distancia 
cercana. 
Entrecerrando los ojos, miré a través del parabrisas delantero, tratando de ver a qué se re-
fería. Tito condujo media milla más antes de detenerse. Nos sentamos en silencio durante unos 
momentos. No podía decir con seguridad lo que estaban pensando, pero era más que probable 
que se tratara de lo loco que era todo esto. 
Iba a buscar a los leones que gobernaban una tierra de ovejas. O me hincaba el diente o me 
dejaban entrar en su manada. 
Cuando los ojos marrones de Tito volvieron a encontrarse con los míos, supe que, en cierto 
modo, lo entendía y que deseaba encontrar a David tanto como yo. 
26
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
—Muy bien, hagamos esto —anunció, saliendo del todoterreno. 
Puse una mano en la puerta para seguirlo. Antes de que pudiera abrirla, Grady se echó hacia 
atrás y me agarró la muñeca. 
—Si las cosas empiezan a ir mal, aléjate, Cali. Corre como el demonio, y te prometo que te 
encontraré. 
Sólo pude asentir con la cabeza. Vocalizar las emociones siempre ha sido uno de mis puntos 
débiles. Asintió de nuevo antes de soltarme y darse la vuelta, permitiéndome salir. Protegiendo 
mis ojos del sol, caminé hacia donde estaba Tito. 
—Será mejor que no te mates —bromeó, intentando romper la tensión entre nosotros.Rodó los hombros y miró hacia el cielo despejado. —A veces me olvido de lo protegida que 
has estado. Voy a darte un último consejo. 
 Me preparé para otra perorata y recibí algo mucho más sencillo, también un poco confuso. 
—No hacen nada gratis. No dan sin recibir. Lo peor que puedes hacer es formar un trato 
con uno de ellos del que no puedas retractarte. 
¿Qué? —Llevas no sé cuántas horas diciéndome que debo moverme lo más rápido posible 
para averiguar qué está pasando. ¿Hacer un trato no serviría para lograr precisamente eso? 
 Puse los ojos en blanco cuando se pellizcó dramáticamente el puente de la nariz antes de 
responder a la pregunta. 
—A Romero no se le llama diablo por gusto. Se comerá tu alma y luego la cagará. 
Frunciendo el ceño, estudié su lenguaje corporal y por primera vez me di cuenta de lo an-
gustiado que estaba. 
—¿Por qué le tienes tanto miedo?
—Sé que no le tienes miedo a nada, Cali, pero en este caso, realmente me gustaría que lo tuvieras. 
—Hizo una pausa de unos segundos antes de continuar. —Encontraré la forma de contactar con-
tigo después de una o dos semanas. Si no puedo, daré por hecho que has muerto. Si la cosa se pone 
fea, intenta volver a la casa. Nunca bajes la guardia y no dejes que se te metan en la cabeza. 
—¿Y si no los encuentro?
—Eso no es probable. Sólo tienes que ir recto. ¿Lo ves?
Me giré ligeramente en la dirección que señalaba, sin ver cómo se movía su otro brazo. 
27
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
Sucedió tan rápido que todo lo que sentí fue la hoja atravesando mi piel y una extraña sen-
sación de hormigueo, seguida de un intenso y abrasador calor. 
—¿Por qué has hecho eso? —Instintivamente me rodeé con los brazos y me eché hacia atrás, 
mirándolo fijamente. 
—Lo siento; había que hacerlo. Eres la imagen perfecta de la salud. Nunca creerían que 
estabas aquí sola. Tengo que volver, y tú tienes que irte. No sabemos quién puede estar aquí 
fuera. —Se apresuró a pasar junto a mí, volviendo al auto con el cuchillo ensangrentado en la 
mano y despegando antes de que pudiera procesar completamente lo que acababa de suceder. 
—Mierda —murmuré, llevándome una mano al costado. La sangre se filtraba por el pequeño 
agujero de mi camisa, corriendo por mi estómago y manchando mis dedos de color carmesí. 
Sabiendo que mi única opción en este momento era salir a la intemperie, miré hacia la línea 
de árboles y comencé a avanzar hacia ella. A los cinco minutos de mi incursión, me arrepentí 
profundamente de llevar vaqueros. Hacía tanto calor que mis muslos empezaron a sudar. 
Llegué a un pequeño arroyo y apoyé mi pegajosa mano en el árbol más cercano, haciendo 
una pausa para recuperar el aliento y evaluar mi situación. 
Tito ni siquiera me dijo exactamente a dónde ir. ¿Cómo putas iba a caminar recto si no 
había un camino recto? —Maldita sea —siseé, subiéndose la camiseta para poder ver mejor la 
puñalada que empezaba a doler de verdad. 
Presioné alrededor de la zona sensible, tratando de determinar la profundidad de la misma. 
Si me hubiera dado algo vital, ya me habría desangrado. No tenía ni la más remota idea de si 
eso era cierto o no, pero me lo imaginaba. Había demasiada sangre para que pudiera ver algo. 
Vadeando las aguas poco profundas, me agaché lentamente y recogí un poco en mi mano. Hice 
lo que pude para limpiar la zona. 
Tan concentrada en mí misma y en lo insalubre que era el agua, ignoré el aviso de la natu-
raleza de que algo iba mal. 
No había ningún sonido. Ni pájaros, ni bichos, ni pequeñas criaturas correteando por la 
maleza. Ni siquiera el viento lo llevaba. El silencio era total. 
Todavía me estaba examinando cuando oí el rápido sonido de unos pasos, como si alguien 
estuviera corriendo. Ni un milisegundo después, un cuerpo sólido se abalanzó sobre mí desde 
atrás. El abrupto impacto no me dio tiempo a prepararme y nos envió a ambos al suelo. 
—¡Joder! —grité, recibiendo una bocanada de agua turbia. Ignoré el dolor que me recorría el 
costado y me centré en el hombre que estaba a punto de sentarse a horcajadas sobre mi espalda. 
28
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
—Te he estado observando durante un buen minuto —confesó con un marcado acento. 
Cuando su peso se alejó, intenté moverme, pero rápidamente me agarró de los tobillos y me 
puso de espaldas con un pequeño chapoteo. Tragándome un aullido, parpadee ante un hombre 
con aspecto de oso y una cabeza de pelo castaño revuelto. 
—¿Qué quieres?
—Tengo lo que quiero. —Me mostró una sonrisa de dientes negros y amarillos manchados 
antes de darse la vuelta. Comenzó a caminar en una dirección diferente a la que yo había to-
mado, arrastrándome tras él. 
—¡Déjame ir! —grité a su espalda, retorciéndome en todas direcciones, arañando el suelo 
en un esfuerzo por liberarme. 
—Cálmate, cariño. Pronto estaremos en casa. —Se rio. 
¿A casa? ¿Dónde putas estaba su casa? 
29
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
CAPITULO 5
Romero
La mayoría de la gente tenía una rutina matutina. 
Los afortunados podían sentarse a leer el periódico en una casa cómoda y acogedora y disfrutar 
de una taza de café expreso. Se sentaban en algún sillón de felpa vestidos con una bata de lana 
o el pijama a cuadros con el que habían dormido. Tal vez apoyaban sus pies con zapatillas en el 
proceso. 
Menos mal que no era uno de esos. El café expreso sabía a mierda de cerdo y yo dormía desnudo. 
Los desafortunados tenían que pensar si iban a poder beber un vaso de agua o comer algo 
ese día. Luego tenían que volver a comprobar que el hombre del saco no se había llevado a un 
miembro de la familia en mitad de la noche. 
Ni siquiera podían orinar con seguridad. 
Tengo que decir que estoy jodidamente contento de no ser uno de ellos, tampoco. Tener que 
preocuparme por mi vida mientras tengo la polla en la mano me jodería el día. 
Luego, estaba yo. 
Cada mañana, miraba un mundo que estaba podrido y helado. Un mundo responsable de 
llevarse las partes de mí que alguna vez se atrevieron a preocuparse. Ya no me quedaba nada más 
que un ciclón de rabia interminable que agitaba constantemente espinas y veneno por mis venas. 
Me importaba un carajo si el familiar de alguien desaparecía en medio de la noche. Tenía 
que ocuparme de los míos. 
Si no estuviera tan desquiciado, podría haber fingido que quería cambiar. Estaba mejor así, y 
me negaba a esconderme de lo que había dentro mío. En mi anarquía, sólo los fuertes sobrevivían. 
30
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
Tenía las cicatrices bajo mi tinta para demostrarlo. Los cadáveres enterrados alrededor de 
mis dominios no hacían más que consolidarlo. 
 El llanto que irrumpió en mi monitor y me hizo alejarme de la ventana, poniendo fin a 
mis reflexiones matutinas diarias, selló el acuerdo. Sin molestarme en mirar, pasé por alto la 
pantalla y salí de la habitación. El almacén estaba en silencio ahora que me había alejado de los 
monitores; ni siquiera se oían los gritos de la mujer. 
Me dirigí al nivel inferior del edificio, recordando que todavía tenía que deshacerme de la 
pelirroja muerta en el suelo de mi habitación. 
Más allá de una puerta metálica que se encontraba sola al final de un corto pasillo estaba 
mi infeliz nuevo amigo. La puerta gimió y chirrió al empujarla, y se cerró con un fuerte golpe 
cuando la atravesé. 
Eché un vistazo a la habitación desierta y observé que los alicates se habían movido de su 
lugar de descanso en la pared. Eso significaba que Cobra había entrado después de que me 
fuera la noche anterior. 
Mirando hacia la mujer inmovilizada en el centro de la habitación, comencé a acercarme a 
ella con pasos lentos y medidos. 
El cuerpo desnudo de su marido estaba justo enfrente de ella. Sus brazos seguían atadosa los 
palos que los habían sacado de sus órbitas, su tibia atravesaba limpiamente su pierna derecha 
y la sangre seca cubría la parte posterior de sus muslos y su trasero. Se había desangrado en 
algún momento del día anterior después de que la follaran durante una hora entera y luego le 
cortaron las muñecas. 
La mujer dejó de lamentarse y empezó a intentar balancear su cuerpo suspendido en mi 
dirección. Había asegurado a propósito las cuerdas alrededor de ella para que no cedieran, ase-
gurándome de que no pudiera encontrar una forma de aliviar su incomodidad o de apartar la 
mirada del brutal agujero en el culo de su marido. 
Una nueva línea de babas colgaba del lado de su labio roto. En el suelo, bajo su cabeza, es-
taba la obra de Cobra: un pequeño montón de dientes rotos y ensangrentados. 
Me miró con unos ojos verdes hinchados que quería arrancar de sus órbitas. Los ciegos 
verían a una mujer indefensa, vestida como una antigua monja, colgada del techo. Yo vi un 
cordero esperando a ser sacrificado. 
—¿Recuerdas dónde está David ahora? —pregunté. 
—Nunca te lo diré. —Intentó sonar valiente, pero con la saliva volando de su boca y su voz 
casi apagada, me impresionó muy poco. 
—Eso es gracioso. Juro que hace unas horas dijiste que no podías recordar. 
31
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
Agarré sus mejillas y apreté, aplicando presión en sus tiernas encías. Su quejido de dolor era un 
sonido jodidamente delicioso. Sabía que nunca me diría dónde estaba su adorado profeta. Nin-
guno de ellos lo hizo nunca. Había perdido la cuenta de cuántas personas había matado tratando 
de obtener una respuesta sólida. El hijo de puta tenía a sus seguidores con el cerebro lavado. 
Las débiles y corruptibles mentes de esta gente creían que sus intereses y los de ellos eran los 
mismos. La Orden no era un grupo religioso; era apenas un culto con una doctrina inventada 
que veneraba a David como un dios. Tenían sus propias y convenientes definiciones de pecado 
que encajaban con su religión de mierda, lo que hacía cómico el hecho de que David utilizara 
como insignia una puta cruz de todas las cosas. 
Yo usaba el símbolo de una manera mucho más apropiada. Era mi forma entrañable de decir 
que se joda. Nunca podría abrazar esa mierda. El único dios en el que creía era yo mismo y la 
muerte, y ella siempre había estado de mi lado. 
Mientras veía cómo la sangre empezaba a acumularse entre los labios de la mujer. Me pre-
gunté cuántos niños había ayudado a robar. Cuántos hombres y mujeres fueron asesinados 
delante de ella. No es que me importara, sólo tenía curiosidad. 
Todavía estaba apretando cuando Cobra y Grimm entraron, llevando bocadillos. 
—Deshazte de ella. Tenemos un problema —anunció Cobra alrededor de un bocado de comida. 
—Lena todavía no ha vuelto —declaró Grimm. 
—Bueno, eso no me sorprende, joder. —Solté la cara de la mujer para recuperar la navaja 
Browning que guardaba en el bolsillo trasero. Con un movimiento fluido, la abrí y le introduje 
la hoja de siete pulgadas en el costado del cuello, y luego la saqué con la misma suavidad. 
Ella gorjeo, ahogándose con su propia sangre. Su cuerpo se balancea, moviéndose involunta-
riamente mientras moría. Puse la palma de mi mano sobre su corazón y cerré los ojos. Latía con 
un ritmo errático, luchando desesperadamente por aferrarse a una vida que ya estaba perdida. 
Exhalé un suspiro tranquilo y abrí los ojos para ver cómo la sangre corría por su cara, ti-
ñendo su cabello castaño de un vivo color granate antes de gotear en un patrón constante sobre 
el suelo de cemento. 
La muerte era algo tan hermoso. Podía acabar con todo en un abrir y cerrar de ojos, o alargar 
el sufrimiento todo lo que quisiera. 
Limpié mi cuchillo en el hábito de la mujer y luego me giré para mirar a mis hermanos. —
Supongo que tenemos que ir a buscar a Lena, entonces. La bajaré más tarde. 
—Yo conduciré, tú come —indicó Grimm, lanzándome un sándwich mientras salíamos de 
la habitación. 
32
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
Buscamos en el único lugar donde alguien podría perderse: el bosque que había a veinte 
kilómetros de la carretera. Cuanto más tiempo estábamos jugando a encontrar la aguja, más 
aumentaba nuestra irritación.
 Podía admitir que, en su mayor parte, la sociedad se había mantenido al margen. Nosotros 
no nos considerábamos parte de esa sociedad. No vivíamos en las putas casas de lujo que tenían 
patrullas las veinticuatro horas del día y una valla para mantener a la gente como nosotros fuera. 
¿Sabes los que atan a papá, aterrorizan a los niños y luego se follan a mamá para aumentar 
la desesperación? Nosotros somos esa gente. 
Era una tontería ir solo a cualquier sitio si no eras alguien que la gente sabía que no debía 
joder. Quería creer que Lena no se había cruzado con alguien tan jodidamente estúpido, pero 
las pruebas no estaban a su favor. 
—No creo que esté aquí fuera —anunció Grimm, rompiendo la compañía de nuestro silencio. 
—¿Crees que eso es humano? —Cobra señaló una planta aplastada con una pequeña can-
tidad de sangre fresca en sus hojas. Mirando más allá de la planta, era obvio que alguien o algo 
había sido arrastrado recientemente por la tierra. 
Supongo que estábamos a punto de descubrir de qué se trataba.
33
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
CAPITULO 6
Calista
Me puso una cadena alrededor del cuello y me dio un golpe en el culo antes de alejarse. 
Inmediatamente rodeé el grueso metal con las manos y tiré en vano, agrietando la piel en 
carne viva de mis palmas. 
—Esto no puede estar pasándome. —Apreté los dientes y volví a intentarlo, tirando con 
toda la fuerza que tenía. 
—No va a ceder. Créeme, lo he intentado. 
Me detuve y miré al otro lado del granero en la dirección de la que procedía la voz. 
Una chica que parecía tener unos años menos que yo estaba encadenada a la pared adya-
cente. El sol que se filtraba desde el exterior rebotaba en una larga melena marrón chocolate e 
iluminaba un par de ojos color coñac. 
Varios tatuajes de flores y henna estaban entintados en su piel de bronce. 
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —pregunté, echando un buen vistazo a su alrededor. 
—Dos días, quizá tres. Ella estuvo aquí antes que yo. —Señaló a una chica muerta atada a 
una vieja mesa cerca del fondo del granero. 
El olor rancio que emanaba de unos cuatro bidones de aceite oxidados que se alineaban en la 
pared frontal se explicaba por sí mismo, al igual que el torso putrefacto que yacía frente a ellos. 
Sólo quedaba la cabeza; el resto de quienquiera que hubiera sido estaba en uno de los barriles 
o en el estómago de alguien. 
—Va a volver —advirtió en voz baja. 
34
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
Apoyé la espalda contra la pared para tener una visión completa de lo que ocurría, haciendo 
una mueca de dolor en el costado. 
El leñador entró en el granero con una sierra de arco en una mano y sujetando a un niño en 
la otra. Observamos en silencio cómo pasaban junto a nosotros hasta la mesa del fondo. 
—Recoge los cubos, Dex. 
El niño hizo lo que le dijeron, se fue y volvió con dos cubos redondos y manchados de 
sangre. Los apoyó en el borde de la mesa antes de subirse a un taburete para poder ver trabajar 
al hombre que supuse era su padre. 
—Recuerda no meter las manos —advirtió el hombre mientras empezaba a cortar el brazo 
de la mujer muerta. 
Se oía cómo la hoja se deslizaba de un lado a otro, cortando el hueso y el músculo. 
—He visto a ese hombre apuñalarte —declaró al cabo de un minuto. —Qué vergüenza. Si 
no fuera un hombre casado, podría quedarme contigo. 
Qué maldita pesadilla sería eso. 
—Adquirí a Arlen allí cuando su tío tuvo la amabilidad de detenerse y ofrecerme un paseo. 
Es él. —Señaló el torsodecapitado que yacía junto a los bidones de petróleo. 
Miré a Arlen quién ahora estaba mirando al suelo. 
Por lo general, no me sentía mal por la gente, pero esperaba que, por el bien de su cordura, 
no hubiera visto cómo sucedía aquello. 
El hombre continuó aserrando, explicando de vez en cuando algo al chico mientras des-
membraba el cuerpo y arrojaba trozos al azar en los cubos. 
—Ahora, nunca querrás comer el cerebro. No sirve para nada más que para el C-J-D. Eso es 
la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob —explicó, lo suficientemente alto como para que todos lo 
oyéramos. —Las costillas, bueno, ¿a quién no le gusta una buena barbacoa? —bromeó. 
—Los antebrazos son una carne dura. A mi mujer le gusta usar esos trozos para la sopa. Los 
hombros necesitan un poco de trabajo para que estén tiernos, pero una vez que lo consigues, 
obtienes un buen bistec. Oh, y cualquier cosa en la espalda te dará algunos buenos cortes de 
elección. Ahora, ¿puede alguna de estas bellas damas adivinar cuál es mi parte favorita?
Nos miró a mí y a Arlen con una asquerosa sonrisa de dientes amarillentos mientras ponía 
el cuerpo boca abajo. 
El brazo en el que había estado trabajando colgaba por una pequeña banda de tendones que 
se separaba lentamente. 
35
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
—¡Son las nalgas! —Se rio y dio una palmada en el culo de la mujer muerta. —Ponlo en una 
olla a fuego lento durante unas horas y es como recuerdo al asado de los domingos de mi mamá. 
Ninguna de las dos dijo una palabra. No tenía ni idea de por qué sentía la necesidad de 
compartir todo esto, pero era una información que no necesitaba ni me importaba conocer. 
Ya había oído hablar de los caníbales. 
Se negaban a ser simples marginales, y nadie más los aceptaba. Los Salvajes no tenían preci-
samente una política de puertas abiertas, y no había forma de que pudieran vivir en Centriole, 
la megalópolis. Sin embargo, como todo el mundo, suelen asentarse en grupos; la seguridad en 
los números y todo ese rollo. 
No podían conseguir comida a través de conexiones u otros medios, así que los animales y 
las personas eran sus únicas opciones. 
Sin embargo, oír hablar de algo y verlo eran dos cosas totalmente diferentes. 
Escuché su pesada respiración mientras se cansaba y empezaba a sudar. Me di la vuelta 
cuando empezó a destrozar las articulaciones, utilizando la garra de un martillo para tirar y 
hacer palanca. 
Tras otro rato de silencio, empezó a silbar mientras trabajaba. Sintiendo el ruido a mi alre-
dedor, incliné la cabeza hacia atrás y miré al techo. 
Me despertó una cucaracha gigante que bajaba por mi brazo. 
Me la quité de encima de un manotazo y vi cómo se alejaba por el suelo de tierra. La cadena que 
llevaba al cuello tintineó ante el repentino movimiento, recordándome al instante dónde estaba. 
Al mirar por la puerta abierta del granero, vi que había empezado a llover. El cielo azul-
grisáceo y brumoso indicaba que había amanecido. 
Había perdido un día entero gracias a un caníbal. 
Respiré por primera vez y nunca me sentí más agradecida por tener un estómago fuerte. El 
olor a carne en descomposición era tan potente que me quemaba los vellos de la nariz. 
36
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
Sólo por curiosidad, volví a tirar de la cadena, sabiendo que no iba a abrirse por arte de 
magia ni a salirse de la pared. 
—Guarda las llaves en una presilla del pantalón —comentó Arlen con rotundidad. 
Parecía resignada al hecho de que seríamos salteadas como filetes y luego comidas con una 
guarnición de rollos de carne. 
Estaba decidida a que eso no ocurra. 
Se trataba de un pequeño contratiempo que debería haber previsto. 
Cada vez que creía que por fin estaba llegando a algún sitio, esa perra llamada vida decidía 
que iba a intentar destrozarme de nuevo. Pensé que ya se habría ido a la mierda y me di cuenta 
de que nunca ocurriría. Ya había estado en el infierno y de vuelta y ahora era parte de mí. 
No había nada que ella pudiera lanzarme que no pudiera superar. Creo que se olvidó de 
todas las cartas que ya me habían repartido. 
—Bien, Cali, lo tienes. —Mirando alrededor, estudié lo que quedaba de la mujer en la 
mesa. Casi toda la carne había sido despojada de sus huesos, excepto la cara, que estaba intacta. 
Esto no sólo hizo que empezara a formarse un plan en mi cabeza, sino que hizo que la cruz 
invertida tatuada bajo su ojo destaca como un faro en la noche. Si ella era parte del grupo de 
Romero, eso significaba que tenían que estar por esta zona, tal y como había dicho Tito. 
—Parece que tienes un plan —comentó Arlen, sonando de repente mucho más alerta. 
Le devolví la mirada y sonreí. 
No sabía una mierda de esta chica, pero no iba a dejarla aquí para que se convirtiera en la 
merienda de alguien a medianoche. 
Mirando por la puerta para asegurarme de que Leñador no venía, comencé a explicarle.
37
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
CAPITULO 7
Calista
Me mordí el labio y empujé dos dedos llenos de suciedad en mi herida de arma blanca. 
—Mierda, esto duele. —Respirando por la boca, parpadeé para despejar las lágrimas que se 
acumulaban. 
Arlen emitió un sonido en su garganta, observándome con el ceño fruncido. La sangre se 
filtró rápidamente a través de mi camisa ya manchada. Saqué los dedos y presioné la piel infla-
mada, inclinándome para que la sangre goteara en el suelo, deteniéndose cuando mi cabeza se 
volvió borrosa y sentí que iba a vomitar. 
No estoy segura de cuánto tiempo estuvimos sentadas antes de que apareciera Leñador, 
reaccionando como pensaba que lo haría. 
—¡Oh, no, no lo hagas! —Se precipitó hacia mí, agarrando su llave. —Si te estás muriendo, 
tengo que despellejarte ahora o la carne se estropeará. 
No me moví de donde me había tumbado a propósito en el suelo. Dejé que abriera el can-
dado, quitará la cadena y me arrastrara hacia su mesa. 
Mientras jugaba a estar medio muerta, no pude evitar preguntarme cuántas personas habían 
estado vivas y plenamente conscientes de lo que ocurría mientras eran despedazadas miembro 
por miembro. No es que me importara; sólo sentía curiosidad. 
Su error fue subestimar mi voluntad de sobrevivir. 
Me levantó y me dejó caer justo encima del torso desnudo. Los huesos se movieron y se 
derrumbaron bajo mi peso, presionando mi espalda. Tragué repetidamente en un esfuerzo por 
no vomitar por el olor. 
38
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
En cuanto se dio la vuelta para recoger uno de sus cubos, agarré la sierra de arco que había 
dejado cerca del borde de la mesa. Todavía quedaban trozos de tejido y carne incrustados entre 
las hojas acanaladas. Sujeté el mango embarrado de sangre y di un golpe sin dudarlo. 
Gritó y se inclinó hacia delante cuando la hoja hizo contacto con la parte posterior de su 
muslo. Antes de que pudiera levantarse, volví a dar un golpe, aspirando un poco de aire mien-
tras el dolor se disparaba por todo el lado izquierdo de mi cuerpo. 
Esta vez, la hoja impactó en la parte posterior de su cuello. En lugar de sacarla, la empujé, 
haciendo un movimiento de vaivén para clavarla en su sitio. 
—¡Maldito caníbal! —Arlen gritó triunfante. 
Me bajé de la mesa y lo empujé. Se llevó la mano para deterne la hemorragia y yo fui a por 
la llave, atravesando su gastada trabilla. 
Llave en mano, corrí hacia Arlen, dejando escapar un suspiro de alivio cuando encajó 
fácilmente en el candado que sujetaba su cadena. 
—¿Bill? —llamó alguien desde el exterior del granero justo cuando la cadena tocó el suelo. 
Nos quedamos paralizadas y nos miramos. La persona volvió a llamar, sonando un poco más 
cerca. Bill se levantó y avanzó a trompicones, intentando gritar para pedir ayuda. 
Sin la sierra clavada en el cuello, la sangre fluíalibremente, brotando alrededor de los dedos carnosos. 
—Tenemos que irnos. —Se apresuró a decir Arlen. 
Me agarró de la mano y nos acercó a la pared, utilizando las sombras para cubrirnos. 
—¡Bill! —gritó una mujer desde la puerta del granero. 
Pasó por delante de nosotras y no perdimos tiempo en escabullirnos. Todavía la oí gritar 
mientras atravesamos un campo a la derecha del edificio agotado. Poco después, una puerta de 
malla se cerró de golpe. 
—Se fueron por ahí. —Fueron las únicas palabras claras que entendí por encima de la fuerte 
conmoción. 
—¡Mierda! ¿Cuántos son? —articulé mientras zigzagueábamos por la hierba alta. 
—Cinco... cuatro... —Arlen respondió, antes de jadear—: ¡Al bosque! 
 Nos pusimos en marcha, escuchando múltiples voces masculinas detrás nuestro. 
Sentía que el corazón se me iba a salir del maldito pecho. La adrenalina tenía mi cerebro tan 
concentrado en escapar que casi me olvidé del maldito agujero que se filtraba por mi costado. 
39
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
La llovizna se había convertido en una ligera lluvia y el suelo estaba mojado. Vi el empinado 
terraplén, pero Arlen no. Conseguí deslizarme hasta detenerme; ella cayó hacia delante y se 
agarró a mí, arrastrándonos hacia abajo. 
Una lista de improperios salió de mi boca cuando mi cuerpo rodó sobre el suyo y caímos 
como troncos. Las hojas y el barro se aferraron a mí como velcro. El dolor en mi costado me 
golpeó de repente como un martillo a un clavo, nublando ligeramente mi visión. 
—Vamos chica, tenemos que movernos. —Arlen se recuperó primero y me agarró por la parte 
superior del brazo, prácticamente arrastrándome hasta que volví a correr a su lado... a duras penas. 
Estaba en muy buena forma para no haber comido en los últimos dos o tres días. El terreno 
era irregular y ninguna de las dos parecía tener idea de dónde estábamos; no es que importara, 
porque seguro que no llegaríamos muy lejos. 
Tuvieron que vernos mucho antes de que los viéramos acercarse. 
Esta vez, no había que parar. Me abalancé sobre él, y fue como si hubiera estado esperando 
que lo hiciera. Sus manos agarraron mis antebrazos para estabilizarme, no para apartarme. 
Desde mi periferia, vi a Arlen apresada por un pelirrojo y otro moreno con barba. Intenté 
girar la cabeza para asegurarme de que estaba bien, pero me quedé atascada. Nunca había pi-
sado arenas movedizas, pero imaginé que la sensación era similar a ésta. 
Tenía los ojos más oscuros que jamás había visto. Parpadeé, pensando que el dolor estaba 
afectando mi forma de ver lo que tenía delante. 
No, seguía mirando dos agujeros negros con una profundidad infinita. Vi tristeza, dolor y tanta ira 
hundida en ellos que era casi como mirarse en un espejo, un espejo destrozado con bordes irregulares. 
Sonreí. Era un desastre ensangrentado y embarrado, pero sonreí, y él me devolvió la sonrisa.
Sólo eso me habría hecho caer de espaldas si él no me hubiera sostenido. Era como un déjà 
vu; me resultaba tan familiar. 
Antes de que pudiera abrir la boca para hablar, me rodeó la garganta con una mano. Me hizo 
girar y presionó sus firmes pectorales contra mi espalda. Alcancé a quitarle la maldita mano 
cuando dos hombres llegaron deslizándose por el terraplén con mucha más gracia que nosotros. 
—Esas fugitivas nos pertenecen —señaló uno de los hombres al acercarse, tal era el parecido 
al caníbal Bill que seguramente eran parientes. 
—¿Lo hacen? —desafió Romero con pereza. 
El profundo timbre de su voz me hizo sentir un escalofrío en la columna vertebral. 
—Si te pertenece, ¿por qué tengo mi mano alrededor de su garganta?
40
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
El otro hombre abrió la boca para contestar, pero fue rápidamente cortado. 
—¡No pertenecemos a ningún despreciable come-gente! —bramó Arlen, luchando por se-
pararse del hombre de pelo oscuro que ahora la tenía asfixiada. 
—No queremos ningún problema, Romero. Sólo queremos a las chicas —concedió el más 
inteligible. Había un tono nervioso en su voz que me recordó lo conocidos que eran los Salvajes 
y cómo la gente los evitaba a toda costa. 
—Había una chica con el tatuaje de Yawl. Se la comieron. Se comieron a tu amiga. —Se 
apresuró a decir Arlen. 
Ninguno de los hombres reaccionó. Su confesión fue recibida con un rotundo silencio por 
parte de ambos. 
—¿Entonces es tuya? —volvió a preguntar Romero, tapándome la boca con una mano ta-
tuada cuando intenté hablar. 
—Las dos lo son. 
—Muy bien entonces, tómala. —Me empujó hacia delante y dio un paso atrás. —Y a ella. 
—Señaló con la cabeza a Arlen. 
Apenas se enderezó al ser empujada hacia adelante cuando el acompañante del canibal la 
sujetó por el cabello y empezó a arrastrarla como si fuera una muñeca de trapo. 
—¡No, espera! —grité mientras me levantaban por encima del hombro del hombre. Le 
golpeé el cuello con el puño cerrado y me soltó. Me tambaleé hacia atrás, tropezando conmigo 
misma al tratar de alejarme, aterrizando justo a los pies de Romero. El aire se me escapó de los 
pulmones y, por reflejo, me agarré al costado. 
Con un gruñido de rabia, volvió a agarrarme, esta vez por los tobillos. La situación cambió 
en cuestión de segundos. 
Me quedé mirando confundida mientras él se alejaba de un tirón y la sangre empezaba a de-
rramarse por su frente. Romero me rodeó y vi cómo sacaba un cuchillo del pecho del hombre, 
empujándolo al suelo en el proceso. 
—Vayan por el otro —ordenó a sus amigos, colocando su bota negra en el estómago del 
hombre para evitar que se levantara. Sin mediar palabra, sus compañeros se marcharon tras Arlen. 
Romero miró al caníbal y comenzó a presionar. El grito de dolor resonó en las copas de los 
árboles cuando clavó su punta de acero en la herida del pecho del caníbal. Lo vi sufrir con un 
profundo sentimiento de satisfacción. El maldito se lo merecía. 
—Para, por f... 
41
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
Romero se abalanzó hacia abajo y clavó la hoja de plata en el centro de la frente del hombre, 
cortando su súplica. Sus músculos se flexionan bajo la camisa debido a la fuerza que necesitó 
para penetrar en el cráneo. 
Mis labios se separaron mientras los miraba a ambos con asombro fascinado. Un silencioso 
río carmesí se abrió paso hasta el suelo del bosque. El cuchillo emitió un débil sonido de aplas-
tamiento y luego un pop cuando lo retiró. 
Con un movimiento de muñeca, algo grueso y de color rojo rosado salió volando de la hoja 
y aterrizó en una planta cercana. Entonces me miró, con sus matices de ónice clavados en los 
míos –la luz y la oscuridad‒, y me dedicó una sonrisa bellamente retorcida. 
—He cambiado de opinión. —Se encogió de hombros. —Quien lo encuentra se lo queda. 
Sus palabras hicieron que el aliento se evaporara de mi pecho. Mientras lo miraba a los ojos, 
me sentí caer en el vacío. 
Estaba muy jodida. 
Un grito de rabia en la distancia cercana me sacó de mi visión del túnel. Parpadeé y aparté la 
vista, mirando a mi alrededor con la esperanza de vislumbrar a Arlen. Al recordar mi objetivo, 
la voz de Tito resonó como una campana de advertencia dentro de mi cabeza. 
—No pueden saber que los has encontrado por voluntad propia. Sabrán que pasa algo y no du-
dará en matarte. 
Bueno, joder. 
 Al darme cuenta de que lo había fastidiado casi por completo, empecé a retroceder medio 
a paso de cangrejo. Nuestras miradas se cruzaron una vez más y él sonrió, mostrando una den-
tadura blanca y perfecta. De alguna manera, esta sonrisa era más oscura que la anterior porque 
ahora parecía estar divertido. 
—¿Adónde vas? —Su tono era burlón e infantil. Inclinó la cabeza hacia un lado, sin hacer 
ningún esfuerzo por ir tras de mí. Se limitó a seguir todos mis movimientos con sus ojos negros 
como el carbón. 
Mi espalda chocó con un árbol y lo utilicé comopalanca para levantarme, manteniendo una 
mano sobre mi herida. Estábamos a pocos metros de distancia. 
Mi respiración entrecortada llenó el silencio que se hizo entre nosotros. 
Los gritos de Arlen se hicieron más fuertes. Las risas masculinas indican que sus amigos la 
habían atrapado y la estaban trayendo de vuelta contra su voluntad. Intenté detectar de qué 
dirección venían, pero seguía sin ver a nadie. 
¿Se está acercando? 
42
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
 
Volví a mirar a Romero y juré que se había movido de donde acababa de estar. Su cara no 
delataba nada. 
—¿Por qué sigues aquí?
—¿Por qué sigo aquí? —repitió. 
—Eso es lo que he dicho, ¿no? No sé lo que quieres. No tengo nada que dar. Entonces, ¿por 
qué sigues ahí de pie?
—Las probabilidades deben estar a tu favor entonces, nena, porque todavía no quiero nada 
de ti. Ni siquiera tienes que agradecerme que te haya salvado el culo, pero te vienes conmigo. 
Sus amigos se acercaron por detrás, y el pelirrojo me sonrió. El de cabello más oscuro llevaba 
a un Arlen inconsciente en brazos. 
—¿Qué le has hecho?
—La hice callar —respondió, un poco demasiado feliz. 
Cabrón. 
Me fijé en la cara con una mirada y volví a mirar a Romero. 
—No voy a ir a ninguna parte contigo, y ella tampoco, así que puedes dejarla en el suelo y 
seguir tu camino. 
Me dedicó otra sonrisa oscura antes de compartir una mirada con sus amigos. 
—No sólo es una jodida idiota, sino que además es una bocazas. Eh. Aunque supongo que 
no debería sorprenderme. Quiero decir, mírala. —Se apartó de sus amigos, dejando que sus 
ojos recorrieran lentamente mi cuerpo, aterrizando de nuevo en mi cara. 
—Toda belleza y nada de cerebro. —Se burló. 
¿Este imbécil acaba de llamarme idiota? Estaba sucia, dolorida y enfadada, y un millón de 
variaciones diferentes de la palabra idiota volaban por mi cabeza. Acababa de insultarme varias 
veces en el lapso de cinco minutos. 
—Hipotéticamente hablando, digamos que te dejo aquí con tu amiguita. ¿Cuál es tu si-
guiente movimiento? Estás herida. Ella está inconsciente y tú estás en medio del bosque. ¿A 
dónde vas a ir? —Su tono era demasiado petulante. 
Intenté mentalmente contar hasta diez, pero sólo llegué a tres. 
Tito y Grady habían establecido un plan y una serie de reglas estrictas, haciéndome jurar 
que las seguiría antes de aceptar enviarme aquí. Debía fingir que estaba asustada e indefensa. 
En otras palabras, no pinchar a la bestia. Deberían haber sabido que eso no iba a durar mucho. 
43
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
Al diablo el plan y al diablo las reglas. De todos modos, nunca se me había dado bien cumplirlas. 
Iba a hacer esto a mi manera. Además, su plan debería haberse ido al carajo en el momento en que 
Tito me apuñaló. De alguna manera, había dejado ese importante detalle fuera de nuestra discusión. 
—Mira, imbécil, no soy una pobre damisela en apuros. Gracias por tu ayuda; la aprecio 
mucho, pero no te necesito...
De repente me encontré presionada contra el árbol con su mano de nuevo alrededor de mi 
garganta. 
—¿No me necesitas? Demuéstralo. Libérate —desafió, empezando a apretar. 
Cubrí su mano limpia con mi mano sucia, pero no intenté apartarla. Tal vez fuera por mi 
falta de oxígeno y la sensación de calor que se extendía por mi cerebro, pero juro que algo 
ocurrió entre los dos. 
Algo cambió, algo hizo clic. No era afecto. No, era la misma familiaridad que había sentido 
hacía unos instantes, como si me reuniera con un viejo amigo. 
Nuestras miradas se encontraron y hubo un entendimiento inexplicable entre nosotros. Un 
alma oscura y dañada reconocía plenamente a otra, extendiendo la mano y haciendo señas para 
jugar con la otra. 
Su boca se movió y conté tres palabras, pero no oí lo que decía. 
Las manchas comenzaron a bailar ante mis ojos. Me soltó y di un paso atrás. Yo chapoteé y 
me preparé mientras me lanzaba hacia delante. El suelo se precipitó hacia mí, pero no llegué a 
impactar. Me atrapó antes de que cayera por completo y soportó mi peso con facilidad. 
—Te vienes conmigo —repitió, agarrando mi muñeca izquierda y guiándome hacia sus amigos. 
Un día, recordaría este encuentro desde un punto de vista lejano y me daría cuenta de lo sig-
nificativo que fue. Recordaría que en ese preciso momento fue cuando realmente empezó todo. 
Mi historia no empezó hasta que lo conocí. 
44
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
CAPITULO 8
Calista
Estaba exactamente donde pretendía estar, aunque totalmente agotada y con ganas de algo 
que me aliviara el dolor. 
No podía decir lo mismo de Arlen, que se había despertado muy enfadada. Permaneció 
cerca mío, sin mirar en ninguna otra dirección que no fuera al frente. 
Estábamos rodeadas. 
El pelirrojo estaba a nuestra izquierda y Romero a mi derecha. El tercer hombre caminaba 
cerca de nosotras. Los estudiaba indiscretamente cada vez que tenía la oportunidad. 
Parecían tener más o menos la misma edad, todos cubiertos de varios tatuajes con la misma 
cruz invertida debajo de uno de sus ojos. Iban vestidos completamente de negro: camisas ne-
gras, jeans oscuros y botas negras, como un pequeño ejército de sombras. 
La mayor parte del tiempo caminamos en silencio; me concentré en poner un pie delante 
del otro. Mi cerebro se agitaba a mil por hora, pero aún no podía analizar nada. 
Cuando salimos del bosque, estaba aún más desorientada. La camisa se me pegaba en algunas 
zonas cercanas a la herida abierta, el barro que me cubría la piel se había secado y empezaba a 
picar, y estaba a punto de sudar en un charco. 
Salimos de los árboles y nos acercamos a un jeep negro mate que parecía haber sido perso-
nalizado para atravesar cualquier cosa. 
—Espera. —Romero levantó un brazo, deteniéndose en nuestro camino justo fuera de él. 
—Cúbreles la cabeza. 
—¿Qué...? ¿Qué estás haciendo? —grité mientras algo negro se colocaba sobre mis ojos. 
45
EL 
NA
CIÓ
 EN
FE
RM
O. 
ELL
A C
ON
 LA
 CA
BE
ZA
 JO
DID
A.
JU
NT
OS
 ER
AN
 SA
LVA
JE
S.
—La seguridad es lo primero —bromeó el pelirrojo, asegurándose de que no podía qui-
tarme la maldita cosa. 
—Esto es una mierda; ¡sólo déjanos ir! —chasqueó Arlen, chocando ciegamente contra mí. 
Ambas fuimos ignoradas y colocadas bruscamente dentro del jeep. Ninguna de los dos sabía 
a dónde nos llevaban o qué planeaban hacer cuando nos tuvieran allí. 
No tardamos mucho en llegar a dondequiera que sea ese lugar secreto. 
Nos sacaron del vehículo al cabo de unos veinte minutos. Una puerta ‒una grande, por el 
fuerte gemido que produjo‒ se abrió y luego se cerró de golpe detrás de mí. Respiré por la boca, 
tratando de escuchar cualquier tipo de sonido, pero no había ninguno aparte de nuestros pasos. 
Otra puerta se abrió y me golpeó una corriente de aire fresco, me hizo avanzar unos pasos y 
luego se detuvo. 
—Abajo —ordenó el pelirrojo, empujando mis hombros. 
Tanteé a ciegas a mi alrededor, encontrando algo liso y metálico. Antes de que pudiera adi-
vinar lo que era, alguien me empujó hasta la espalda. 
—¿Qué estás haciendo? —pregunté alarmada, ahogándome cuando me metieron algo por debajo 
del saco y dentro de la boca. —No —protesté, dándome cuenta de que era algún tipo de pastilla. 
—Trágatela —exigió Romero, tapándome la boca con una mano y frotándome la garganta 
con la otra. —Cobra, tráeme un poco de licor. 
Sin más remedio, me tragué la pastilla redonda y seca y su mano desapareció. Empecé a girar 
la cabeza de un lado a otro para intentar quitármela de encima. Cuando intenté sentarme, me 
empujaron de nuevo al suelo al instante.
—Si vuelves a hacer eso, te ataré —advirtió Romero. 
—Aquí —indicó el pelirrojo, Cobra, desde arriba mío un momento después. 
¿Qué carajo están haciendo? 
—¡Para! —empujé las manos de alguien sólo para tener las mías inmovilizadas por