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El mirar a todo ello y a otras cosas semejantes fue el motivo de que no sólo juzgaras a esta ciudad la más desdichada de las ciudades... -Y con raz...

El mirar a todo ello y a otras cosas semejantes fue el motivo de que no sólo juzgaras a esta ciudad la más desdichada de las ciudades... -Y con razón, ¿no es cierto? -preguntó. -Con mucha razón -contesté-; pero ¿qué dices del hombre tiránico considerando esos mismos puntos? -Que es, con mucho, el más desdichado de todos los hombres -dijo. -Pues eso -repliqué- ya no lo dices con razón. -¿Cómo así? -preguntó. -Creo -dije yo- que no es ése todavía el más desdichado. -¿Quién lo es, pues? -El que voy a decirte tal vez te parezca más desdichado aún que él. -¿Cuál? -El que, siendo tiránico por sí -dije yo-, no termina su vida como particular, sino que es lo bastante infortunado para que un azar le permita ejercer la tiranía. -Por lo que ya hemos hablado -observó- conjeturo que dices verdad. -Sí -dije-; pero no conviene creer simplemente tales cosas, sino examinarlas conforme al razonamiento que voy a hacer: porque nuestro examen es sobre lo más grande que puede darse, sobre la buena o mala vida. -Tienes entera razón -dijo él. -Mira, pues, si es de algún peso lo que digo: me parece que, al investigar acerca del tirano, tenemos que representárnoslo partiendo de este ejemplo. -¿De cuál? -De cada uno de los ciudadanos particulares que son ricos y poseen muchos esclavos. Éstos son semejantes a los tiranos en lo de mandar en muchas personas, aunque la cantidad sea en el tirano diferente. -Diferente, en efecto. -¿Y sabes que los tales ricos viven sin miedo y no temen a sus domésticos? -¿Qué habrían de temer? -Nada -dijo-; pero ¿te das cuenta de cuál es la causa? -Sí, que la ciudad entera da favor a cada uno de esos particulares. -Bien dicho -observé-. ¡Y qué? Si una divinidad cogiese a uno de esos hombres que tuviera cincuenta esclavos o más y, sacándolo de la ciudad a él, a su mujer y a sus hijos, los pusiera en un desierto juntamente con su hacienda y sus domésticos, allí donde ninguno de los hombres libres hubiera de darle ayuda, ¿en qué clase y qué grado de miedo crees que habría de entrar respecto de sí mismo, de su mujer y de sus hijos, pensando que iban a perecer a manos de sus esclavos? -En un miedo sin límites -respondió. -¿No se vería, pues, obligado a halagar a algunos de aquellos esclavos, a formularles grandes promesas, a hacerlos libres sin necesidad y a aparecer con ello como adulador de sus propios servidores? -Sin remedio -dijo- tendría que hacer eso o perecer. ¿Y, en su espíritu, a él solo le está prohibido el salir de su ciudad adondequiera que sea y contemplar todo aquello que desean contemplar todos los demás hombres libres, y así vive la mayor parte del tiempo metido en su casa como una mujer, envidiando a los otros ciudadanos si salen fuera y ven algo que merezca ser visto? -Muy de cierto es así-dijo. -Tanto mayor es la cosecha de grandes males que recoge aquel hombre tiránico, al que tú juzgaste como el más desgraciado, cuando, gobernándose mal a sí mismo, no pasa la vida como simple particular, sino que se ve forzado por alguna circunstancia a ejercer la tiranía y, no siendo dueño de sí, trata de gobernar a los demás: compararíase a un individuo enfermo y sin fuerzas para regirse que, en vez de quedarse en casa, fuese obligado a pasar la vida en certámenes y luchas con otros sujetos. -Exacta es la comparación, ¡oh, Sócrates! -exclamó-, y cuanto dices es la pura verdad. -¿No es, pues, cierto, querido Glaucón -dije yo-, que todo lo que le sucede es una desgracia en la totalidad de su alma; henchido de miedo durante toda su vida y lleno de sobresaltos y dolores si de veras se parece su disposición a la de la ciudad que gobierna. Y se parece, en efecto, ¿no es así? -Y mucho -replicó. -Sobre esto, aún hemos de adscribir a este hombre todas aquellas cosas de que antes hablábamos: le es forzoso ser, e incluso hacerse en mayor grado que antes por virtud de su mando, envidioso, desleal, injusto, falto de amigos, impío, albergador y sustentador de toda maldad y, por consecuencia de todo esto, infeliz en grado sumo; finalmente, ha de hacer iguales que él a todos los que están a su lado. -Nadie que esté en su juicio -contestó- dirá lo contrario. -¡Ea, pues! -dije yo-. Tú ahora, a manera de un juez que decide en último término, dictamina quién, a tu parecer, es el primero en felicidad, quién el segundo y así sucesivamente hasta los cinco que son: el hombre real, el timocrático, el oligárquico, el democrático y el tiránico. -El juicio es fácil -dijo-; yo los juzgo, como si fueran coros, por el orden en que han entrado en escena, tanto en virtud y en maldad como en felicidad y en su contrario. -¿Alquilaremos, pues, un pregonero -dije-, o bien debo proclamar yo mismo que el hijo de Aristón ha declarado que el hombre más dichoso es el mejor y más justo, y que éste es el hombre real, que reina sobre sí mismo; y que el más desdichado es el peor y el más injusto, y éste, en cambio, se halla ser el que, siendo más tiránico, se tiranice en mayor grado a sí mismo y a su ciudad? -Proclámalo -dijo. -¿Y no he de proclamar además -pregunté- que esto es así lo encubran o no lo encubran los tales a la vista de los hombres y los dioses todos? -Añade eso también -dijo él. -Bien -proseguí-, ésta podría ser una demostración; he aquí una segunda, si te parece de algún peso. -¿Cuál es ella? -Si es cierto -dije- que, lo mismo que la ciudad se divide en tres especies, también se divide en otras tres el alma de cada individuo, nuestra tesis obtendrá, según creo, una segunda prueba. -¿Qué prueba? -Ésta: siendo tres esos elementos, los placeres se mostrarán también de tres clases, propia cada uno de aquéllos, y lo mismo los deseos y los mandos. -¿Cómo lo entiendes? -pregunté. -Había algo, decimos, con lo que el hombre comprende; algo con lo cual se encoleriza y una tercera cosa, en fin, a la que por la variedad de sus apariencias no pudimos designar con un nombre adecuado, por lo cual le dimos el del elemento más importante y fuerte que en ella había: la llamamos lo concupiscible, por la violencia de las concupiscencias correspondientes al comer y al beber, a los placeres eróticos y a todo aquello que viene tras esto, y la llamábamos también avarienta o deseosa de riquezas, porque es con las riquezas principalmente con lo que se satisfacen tales deseos. -Y es razonable llamarla así -dijo. -Y si dijéramos que su placer e inclinación es la ganancia, ¿no apoyaríamos esta designación sobre un punto capital, de suerte que tengamos como una señal evidente cuando hablemos de esta parte del alma, y no acertaríamos llamándola codiciosa y deseosa de ganancia? -Bien me parece -dijo. -¿Y qué? La parte irascible, ¿no decimos que tiende entera y constantemente al mando, a la victoria y al renombre? -Muy de cierto. -¿No sería, pues, acertado que la llamáramos arrogante y ambiciosa? -Acertadísimo. -Pues, por lo que toca a aquella otra con que comprendemos, a todo el mundo le resulta claro que siempre tiende toda ella a conocer la verdad tal cual es y no hay nada que le importe menos que las riquezas o la fama. -Muy cierto. -¿La llamaremos, pues, apropiadamente amante de la instrucción o del saber? -¿Cómo no? -¿Y no es cierto -proseguí- que en el alma de los hombres manda unas veces este elemento que hemos dicho y otras alguno de los otros dos según el caso? -Así es -dijo. -¿Por eso afirmamos que los géneros fundamentales de hombres son tres: el filosófico, el ambicioso y el avaro? -De entero acuerdo. -¿Y tres las clases de placeres que subsisten respectivamente en ellos? -M

Esta pregunta también está en el material:

Platão e Sócrates no Pireo
940 pag.

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