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ciertos placeres serviles y mercenarios; ahora bien, cuánta sea su inferioridad no es enteramente fácil decirlo si no es acaso por el siguiente pro...

ciertos placeres serviles y mercenarios; ahora bien, cuánta sea su inferioridad no es enteramente fácil decirlo si no es acaso por el siguiente procedimiento. -¿ Cómo? -preguntó. -Empezando a contar por el hombre oligárquico, el tirano ocupa el tercer puesto, ya que entre uno y otro está el hombre demótico. -Cierto. -Y, si lo que queda dicho tiene fundamento, ¿no vive respecto de la verdad con la tercera apariencia de placer contando desde el hombre oligárquico? -Así es. -Y el hombre oligárquico es a su vez el tercero contando desde el monárquico si hacemos uno solo al hombre monárquico y al aristocrático.-El tercero es, en efecto. -El tirano está, pues -dije yo-, alejado del verdadero placer en un número triplemente triple. -Tal parece. -Según eso -dije- la apariencia de placer del tirano sería, en el respecto de su largura, un número plano. -No hay duda. -Elevándolo, pues, a la segunda y la tercera potencia quedará de manifiesto a qué distancia se halla. -Es cosa clara -dijo- para el que sabe calcular. -Y así, si en sentido inverso hubiéramos de decir a qué distancia está el rey del tirano en la realidad del placer, hallaríamos, hecha la multiplicación, que la vida de aquél es setecientas veintinueve veces más deleitosa que la de éste y que la del tirano es a su vez más amarga en la misma proporción. -Imponente -dijo- es la cifra que acabas de dar de la diferencia entre los dos hombres, el justo y el injusto, en lo que toca al placer y al dolor. -Y no obstante-contesté yo-, ese número es verdadero y ajustado a sus vidas si a ellas responden sus días, sus noches, sus meses y sus años. -Pues responden de cierto -dijo. -Así, si el hombre bueno y justo supera tanto al malvado e injusto en cuanto a placer, ¿cuánto más enorme ventaja le sacará en el arreglo, la belleza y la virtud de su vida? -Enorme, en verdad, ¡por Zeus! -observó. XII. -Bien -dije-; puesto que hemos llegado a este punto de nuestro discurso volvamos a lo antes expuesto, que es lo que nos condujo hasta aquí. Creo que se sostuvo en algún momento que al que es absolutamente injusto le conviene cometer injusticia con tal de aparecer como justo. ¿No se dijo así? -Así se dijo, en efecto. -Pues ahora -dije- vamos a dialogar con el que sostuvo eso, ya que hemos llegado a un acuerdo sobre el especial efecto de ambas cosas: del obrar justamente y del obrar contra justicia. -¿Cómo? -preguntó. -Formando en nuestro pensamiento una imagen del alma para que el que dice eso vea bien lo que ha dicho. -¿Qué imagen? -dijo. -La de una de aquellas tantas criaturas -contesté- que se cuenta existieron en la antigüedad, como la Quimera, Escila, el Cérbero y otras muchas que se dice que vinieron a formarse en una unidad de distintas figuras. -Eso se dice, en efecto -replicó. -Modela, pues, la figura de una bestia abigarrada y policéfala que tiene en torno diversas cabezas de animales mansos y feroces y que es capaz de cambiar y sacar de sí misma todas estas cosas. -Trabajo es ése -dijo- de un hábil modelador; no obstante, puesto que el pensamiento es aún más plástico que la cera y otros materiales semejantes, dala por modelada. -Plasma ahora una figura de león y otra de hombre; pero que aquella otra primera sea la más grande y que le siga en tamaño la segunda. -Eso es más fácil -dijo-; ya están modeladas. -Acomoda ahora esas tres cosas distintas en una sola haciendo que se unan de algún modo entre sí. -Ya están acomodadas -contestó. -Pues bien, en derredor y por fuera de ellas modela la imagen de una cosa sola: una imagen humana de modo que para el que no pueda ver lo interior, sino únicamente la envoltura, no aparezca más que un ser vivo, el hombre. -Ya está modelada-dijo. -Digamos, pues, al que afirmó que a este hombre le conviene hacer injusticia y no le conviene obrar justamente, que lo que él dice no significa otra cosa sino que a tal sujeto le interesa tratar con todo regalo a la fiera monstruosa y hacerla fuerte, y lo mismo al león y a lo relativo a éste, y, en cambio, dejar hambriento y débil al hombre de suerte que sea arrastrado adonde le lleve el uno o el otro de aquéllos; y asimismo no acostumbrar a ninguno de ellos a la compañía de los demás ni hacerlos amigos, sino dejar que se muerdan mutuamente y se devoren en su lucha. -En efecto, eso es exactamente -dijo- lo que dice el que alaba la injusticia. -¿Y a la inversa, el que sostiene la conveniencia de la justicia vendrá a decir que es ne- Eso es, bien de cierto, lo que viene a decir el que ensalza la justicia. -En todos los respectos, pues, el alabador de la justicia dirá verdad y mentirá el de la injusticia. Ya se mire al placer, ya a la buena fama, ya al provecho, el que encomia lo justo acierta y el que lo censura no dice nada en razón y ni siquiera conoce lo que censura. -No creo -dijo- que lo conozca en modo alguno. -Tratemos, por tanto, de persuadirle con dulzura, puesto que si yerra no es por su voluntad. Preguntémosle: «¿No reconoceremos, hombre bendito, el origen de la ley de lo digno y de lo indigno en el hecho de que lo primero pone bajo el hombre, mejor dicho tal vez, bajo su parte divina lo que hay en su naturaleza de salvaje y lo segundo esclaviza lo que hay en él de manso a lo salvaje?». Asentirá a ello, ¿no? ¿O qué dirá? -Asentirá si sigue mi consejo -replicó. -«Conforme a este razonamiento -seguí-, ¿habrá pues, alguien a quien convenga tomar dinero injustamente si acontece que, al tomarlo, esclaviza lo mejor de su ser a lo más miserable? » -Mucho más ruinoso -dijo Glaucón-; que yo respondo por él. XIII. -Así, pues, ¿no pensarás también que, si la irregularidad en la vida ha sido vituperada desde antiguo, lo ha sido porque con ella se da rienda suelta en mayor grado de lo conveniente a aquella bestia terrible, a aquel grande y abigarrado animal que queda referido? -Es claro -contestó. -¿Y la insolencia y el mal humor no se censuran cuando l b o leonino y colérico crece y se extiende desmesuradamente? -Bien de cierto. -¿Y el lujo y la molicie no se censuran por la flojedad y remisión de este mismo elemento cuando producen en él la cobardía? -¿Qué otra cosa cabe? -¿Y la lisonja y la bajeza, cuando alguno pone eso mismo, o sea lo irascible, bajo aquella otra parte turbulenta y, por causa de las riquezas y del insaciable apetito de ésta, humilla a aquélla desde la juventud y la hace convertirse de león en mono? -Bien seguro -dijo. -Y el artesanado y la clase obrera, ¿por qué crees que son vituperados? ¿Diremos que por otra cosa sino porque son gente en quienes la parte mejor es débil por naturaleza, de modo que no puede gobernar a las bestias que hay dentro, sino que las sirve y no es capaz de aprender más que a adularlas? -Eso parece -replicó. -¿Por consiguiente, para que esa clase de hombres sea gobernada por algo semejante a lo que rige al hombre superior, sostenemos que d debe ser esclava de este mismo hombre, que es el que lleva en sí el principio rector divino; y esto no porque pensemos que el esclavo debe ser gobernado para su daño, como creía Trasímaco de los sometidos a gobierno, sino porque es mejor para todo ser el estar sujeto a lo divino y racional, sea, capitalmente, que este elemento habite en él, sea, en otro caso, que lo rija desde fuera, a fin de que todos, sometidos al mismo gobierno, seamos en lo posible semejantes y amigos? -Exactamente -dijo. -Y la ley -dije yo- muestra también que es eso mismo lo que quiere, puesto que da favor a todos los que viven en la ciudad. E igualmente 5 el gobierno que ejercemos sobre los niños, a quienes no dejamos que sean libres hasta que establecemos dentro de ellos un régimen como el de la ciudad misma, cuando, después de haber cultivado en

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Platão e Sócrates no Pireo
940 pag.

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