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Los atentados a las Torres Gemelas y el Orden Internacional: 
Las claves para una interpretación 
José Antonio Zamora Zaragoza 
Instituto de Filosofía (CSIC) 
 
El 11 de septiembre millones de telespectadores contemplaban atónitos y en directo los 
atentados perpetrados contra las Torres Gemelas de Nueva York. La fuerza del directo y 
la repetición de las imágenes quizás pueda haber sugerido a esos millones de personas 
una proximidad a los hechos que está muy lejos de ser real. Desde el primer momento 
las imágenes eran percibidas bajo la significación que les atribuían los discursos 
mediáticos. Dichos discursos orientaban nuestra atención, seleccionaban los 
interrogantes, ofrecían respuestas a las preguntas que ellos mismos planteaban, etc. El 
primer esfuerzo de todo intento interpretativo que quiera ser crítico ha de estar dirigido, 
pues, a analizar dichos discursos, a liberar nuestra mirada del filtro que establecen, a 
desvelar y contrastar sus supuestos. Ésta es la condición de posibilidad de una mirada 
distinta, de una interpretación que busque unas claves diferentes a las dominantes. 
Como es evidente, cuestionar las interpretaciones y ofrecer referencias que 
puedan dar razón de las posibles causas de los atentados, o al menos del contexto en el 
que se producen, no debe ser confundido de ninguna manera con una justificación, 
aunque sea remota, de los mismos. Sin embargo, la condena no puede identificarse con 
una renuncia al pensamiento crítico, ni con la aceptación de las alternativas absolutas 
formuladas desde el poder en los términos de que, quien condene los atentados, ha de 
asumir la interpretación Oficial de los mismos y respaldar las respuestas que los 
gobiernos occidentales, con EE.UU. a la cabeza, están dando. 
 
Discursos dominantes 
a) El bombardeo de los superlativos 
Los medios de comunicación tienden a la espectacularización de la realidad, es decir, 
imprimen un diseño a los acontecimientos que los hace aparecer como únicos, como 
insuperables, como decisivos, etc. Se trata de vender un producto a una audiencia y, por 
tanto, de amplificar la significación de lo acontecido para captar su atención. Su lógica 
interna tiende a acentuar lo extraordinario, a transformar el evento en algo monstruoso, 
realimentando la insaciable necesidad de lo sensacional que ellos mismos contribuyen 
poderosamente a generar. Los acontecimientos que por su carácter pueden ser sometidos 
más fácilmente a esta lógica tienen asegurada una presencia especial en los medios, por 
el contrario, los que sin dejar de ser monstruosos o de tremendas dimensiones carecen 
de esta facilidad para los medios, tienden a desviarse hacia géneros narrativos menos 
sensacionalistas y con audiencias más reducidas. Pensemos, por ejemplo, en el drama de 
las muertes por SIDA o por hambre en África y en su tratamiento mediático. 
Podría pensarse que en el caso de los atentados de Nueva York la realidad ya es 
de por sí suficientemente espectacular y que los medios de comunicación sólo han 
reproducido la espectacularidad propia del acontecimiento. Pero, si lo pensamos más 
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detenidamente, pronto nos daremos cuenta de que la retórica apocalíptica con la que han 
sido tratados posee un valor añadido con una evidente significación social y política. A 
los pocos días del suceso se nos ha dicho que representa un corte histórico, una especie 
de punto de inflexión que dividirá la historia en un antes y un después: una catástrofe 
sin precedentes. Sin embargo, basta pensar en Hiroshima o Desde, para darnos cuenta 
que el mundo ha asistido ya a muertes masivas de población civil de dimensiones 
mucho mayores. Nadie contaba ciertamente con la posibilidad de un atentado semejante 
y menos en el centro del poder mundial, pero se esperaba en su momento que una 
potencia mundial arrojase bombas atómicas sobre ciudades habitadas por cientos de 
miles de ciudadanos? 
Como ha puesto de relieve F. Fernández Buey, la retórica de la novedad absoluta 
no es nueva en absoluto (Le Monde, 28-9-2001). Ha sido empleada en otras ocasiones, 
por ejemplo, en el momento de la guerra del Golfo o los bombardeos de Belgrado o 
Bagdad. Se trata de una retórica que pretende crear una sensación de excepcionalidad 
absoluta capaz de legitimar o hacer plausibles medidas también excepcionales de 
respuesta. Pero ni el número de muertos, ni el terrorismo, ni la visión en directo de la 
catástrofe, etc. poseen el carácter de novedad absoluta. Quizás la novedad relativa tenga 
otra causa: el derrumbe de la supuesta invulnerabilidad de la que parecía gozar Estados 
Unidos, una especie de ilusión compartida por los ciudadanos estadounidenses guiados 
por un gobierno que prepara un escudo antimisiles supuestamente capaz de dotar de 
máxima seguridad al gendarme del mundo, pero de facto incapaz de detener un atentado 
suicida dentro del propio territorio. No cabe duda que los atentados han obligado a 
despertar de ese sueño. 
Otra de las formas de intentar hacer plausible la retórica de la novedad absoluta 
es presentar los atentados como una irrupción violenta en medio de un escenario 
presidido por la distensión y la estabilidad después del final de la guerra fría. Pero esta 
visión es, cuando menos, tremendamente parcial. Basta con mirar a África, escenario en 
la última década de un sinfín de guerras. En 30 de los 53 países del continente han 
tenido lugar enfrentamientos bélicos: Sudán, Argelia, Liberia, Sierra Leona, República 
Democrática del Congo, Angola, Ruanda, Somalia, Chad,… nombres que podemos 
asociar a cientos de miles de muertos y millones de refugiados, en gran medida 
ignorados por la comunidad internacional. Se trata, en la inmensa mayoría, de muertes 
que afectan a la población civil. Y lo mismo puede decirse de otros continentes. Como 
es evidente, recordar esta realidad no tiene la finalidad de relativizar unas víctimas por 
medio de otras, sino reclamar la atención que merece toda víctima y desmitificar la 
imagen de seguridad y paz ahora perturbada por los atentados, cuando el mundo poseía 
tantas heridas abiertas ya antes del 11 de septiembre. 
Otro de los medios más eficaces para sustentar la retórica de la absolutización es 
el recurso a las categorías religiosas y los dualismos sin término medio. Esto es lo que el 
presidente Bush realizaba en una de sus primeras alocuciones después de los atentados: 
Ha ocurrido una desgracia nacional (…) Ha sido un acto de guerra. La libertad y la 
democracia están siendo atacadas (…) El terrorismo contra nuestro país no quedará 
impune. Quienes cometieron estas acciones, y aquellos que les protegen, deberán pagar 
por ello. (…) La guerra que nos espera es una lucha monumental entre el bien y el mal 
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(…) Va a ser larga y sucia (…) Aquellos que nos hacen la guerra han elegido su propia 
destrucción (…) O se está con nosotros o con el terrorismo (…) Dios está con nosotros 
(…) Dios bendiga a América. Ya que se ha identificado al fundamentalismo islámico 
como el inspirador de los atentados y a los ejecutores de los mismos como 
fundamentalistas religiosos, es importante prestar atención a esta referencia religiosa. 
En discursos sucesivos hemos visto como el presidente Bush empleaba términos 
con una fuerte connotación religiosa como Cruzada o Justicia infinita para hacer sonar 
los tambores de guerra. Es más, también desde la prensa considerada seria se ha 
contribuido a la esquematización de la confrontación como un choque de civilizaciones. 
Los atentados representan el rechazo a la civilización occidental y sus valores culturales 
nos decía el New York Times al día siguiente. Y El País hablaba ese mismo día de una 
agresión integral: un ataque al sistema político de EE.UU., contra la democracia y la 
libertad de mercado (…), contra todos los que compartimos unos mismos principios 
democráticos que tanto costó conseguir en nuestro país. El ataque terrorista… lo esa la 
esencia de nuestra civilización política. 
Todos estos términos lanzados por los medios de comunicación deben ser 
sopesados serenamente. Podemos ver en el Pentágono el centro del poder militar 
estadounidense y el cerebro de las estrategias de dicho poder. También las Torres 
Gemelas podrían ser vistas como lugar y símbolo del poder financiero y económico de 
EE.UU. Y Manhattan bien puede ser considerada como lugar que representa ante el 
mundo el modo de vida americano. Pero, )pueden sin más ser identificadas estas tres 
realidades como exponentes de la civilización occidental, de sus valores democráticos y 
de su cultura de la tolerancia? Si nos remitimos a los hechos, más bien podrían ser vistas 
como exponentes privilegiados del imperialismo militar, económico y cultural de la 
potencia hegemónica en occidente, que, cuando habla de civilizar, en realidad lo que 
hace es dominar. Parece paradójico que, por un lado, se alabe la capacidad de crítica 
racional como uno de los elementos clave de la cultura occidental y, por otro lado, se 
caiga en simplificaciones y dualismos reductores. El maniqueísmo político, más que 
índice de una cultura crítica, es índice de fanatismo, aunque se pretenda que los 
fanáticos son sólo los otros. 
 
b) Guerra, guerra? 
Minutos después del atentado los dirigentes estadounidenses ya hablaban de Acto de 
guerra. Lo primero que el sentido común suele hacer cuando escucha esta palabra es 
pensar en una confrontación bélica entre Estados o, en caso de guerra civil, entre 
facciones enfrentadas dentro de un mismo país. El objetivo final es doblegar y someter a 
la otra parte de modo completo. La guerra busca no tal o cual objetivo político, ni llamar 
la atención de la opinión pública sobre tal o cual problema más o menos colectivo, sino 
que busca la rendición total del contrario. Y las acciones bélicas han de encadenarse de 
tal modo, que ese objetivo finalmente se alcance. Aunque los atentados del 11 de 
septiembre hayan sido organizados desde el exterior, sin embargo no resulta posible 
identificar a un Estado que haya declarado la guerra a EE.UU. y al que se le pueda 
atribuir la autoría de los mismos. Tampoco unos atentados, a pesar de sus dimensiones 
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terribles y sus consecuencias fatídicas, constituyen por sí mismos una guerra. Parece 
que una cosa es el terror y otra la confrontación bélica. Si, como se afirma, la autoría de 
los atentados correspondiese al grupo al-Qaeda y a su líder Bin Laden, )podemos 
imaginarnos una guerra contra un solo hombre o contra una red terrorista? 
Pero una cuestión así no va a detener la voluntad política estadounidense de 
llevar a cabo una campaña bélica. Como no hay un Estado o nación a quien inculpar, la 
atención se ha dirigido hacia los países que dan asilo a los terroristas, que serán tratados 
como terroristas (C. Powell). El discurso político y estratégico-militar está cargado de 
ambigüedad calculada. Se trata de una ambigüedad apoyada en la más reciente doctrina 
militar de EE.UU. Por un lado, se viene hablando desde hace unos años de guerra 
asimétrica para referirse a la amenaza que proviene no de un Estado-nación enemigo, 
sino de oponentes aglutinados en torno a una ideología o una religión. Quizás sea una 
ironía de la historia el que los analistas políticos encuentren un paralelismo entre el 
proceso de deslocalización empresarial promovido por la globalización neoliberal y la 
deslocalización de la amenaza terrorista. Pero, por otro lado, también se habla de 
Estados delincuentes para referirse a Estados que sirven de cobijo, base logística, 
reclutamiento de efectivos, etc. de las redes terroristas. La doctrina militar pretende 
mantener abiertos dos frentes de acción: el de los grupos y organizaciones y el de los 
Estados. 
Esta doctrina militar permite justificar y desarrollar una serie de medidas de 
vigilancia y control de ONGs, comunidades expatriadas, comunicaciones por Internet y, 
lo que es todavía más grave, poner públicamente precio a la cabeza de personas, que es 
lo mismo que conceder a los Estados el derecho de llevar a cabo o auspiciar asesinatos 
selectivos de supuestos terroristas. En este sentido, resulta sintomático que la opinión 
pública estadounidense parezca estar dispuesta a aceptar desde el 11 de septiembre que 
se atente contra civiles. Pero, además, la misma doctrina militar también permite 
intervenir en países declarados delincuentes y llevar a cabo acciones bélicas de carácter 
tradicional. 
Pero la importancia de hablar de guerra va todavía más allá. Dependiendo de que 
estemos ante un acto terrorista o un acto de guerra, será pertinente aplicar el derecho 
penal o el derecho de guerra. El primero supone para el país que ha sufrido los atentados 
entrar en un largo proceso de aportación de pruebas, la apelación a tribunales 
internacionales, negociaciones con el país o países donde supuestamente se ocultan los 
organizadores de los atentados para que los entreguen, etc. Pero el mensaje que se 
quiere dar es otro. Lo decisivo no es el aporte de pruebas concluyentes de la autoría, 
sino la mera sospecha de deseo o intención de atentar. De lo que se trata es de mostrar 
un poder disuasorio por medio de acciones de represalia a aquellos que se cree 
dispuestos a volver a atentar. 
Con todo, ni siquiera el derecho de guerra supone absoluta discrecionalidad del 
que pretenda aplicarlo. El art. 51 de la Carta de Naciones Unidas habla del derecho a la 
autodefensa como el derecho Temporal de un Estado a repeler un ataque, mientras el 
Consejo de Seguridad toma medidas. Dicho derecho de autodefensa no incluye derecho 
a represalias. Si atendemos a lo acordado por el Consejo de Seguridad tras los atentados 
del 11 de septiembre nos encontraremos con una condena unánime de los atentados y 
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unas vagas declaraciones sobre la supresión legal del terrorismo y su financiación y el 
establecimiento de noventa días de plazo a los Estados miembro para que presenten 
informes de cara a la adopción de medidas pertinentes. Así pues, los ataques a 
Afganistán no están cubiertos por las resoluciones del Consejo de Seguridad de 
Naciones Unidas. Desde el punto de vista legal, las víctimas de dichos ataques poseen el 
mismo carácter que las víctimas de los atentados. Y la costumbre de que las grandes 
potencias mundiales atenten contra la legalidad internacional cuando ésta no responde a 
sus intereses no nos debe impedir afirmar con Michael Mandel que esta guerra es ilegal 
(Toronto Globe & Mail, 9-10-2001). 
 
c) Terrorismo contra democracia 
Como hemos visto, junto a la definición de actos de guerra y en cierta contradicción con 
ella, se viene hablando también de atentados terroristas contra la democracia. Pero uno 
de los problemas que presenta esta interpretación es la ausencia de reivindicación de la 
autoría. De los grupos terroristas convencionales estamos acostumbrados a lo contrario. 
Si el objetivo es conseguir determinadas reivindicaciones, forzar negociaciones políticas 
o reforzar la posición de organizaciones políticas, que por las razones que sean no 
pueden conseguir sus objetivos por las vías democráticas convencionales, entonces 
resulta de importancia capital que quede bien claro qué organización ha perpetrado el 
atentado. El efecto propagandístico es inherente a los atentados terroristas. Sin embargo, 
en las declaraciones del 7 de octubre de Osama Bin Laden, señalado por EE.UU. como 
el cerebro de la organización que ha llevado a cabo los atentados contra las Torres 
Gemelas y el Pentágono, si bien puede leerse su conformidad con los mismos y su 
alegría por el sufrimiento que han supuesto para la sociedad norteamericana, 
sufrimiento en el que según él queda vengado el sufrimiento de la repetidamente vejada 
nación musulmana, no encontramos, al menos en el sentido convencional, un 
reconocimiento de la autoría, que más bien es atribuida a Dios Omnipotente.Independientemente de que Bin Laden lo reconozca o no, las autoridades 
estadounidenses repiten machaconamente que existen pruebas de dicha autoría. Pero 
resulta sorprendente, si ése es el caso, que no se pongan en manos de los jueces. La 
división de poderes, como pilar fundamental de nuestro sistema democrático, exige que 
no sea el poder político ejecutivo el que se encargue de analizar las pruebas, sino el 
poder judicial. Es bueno recordar en relación con esto el caso del atentado a la discoteca 
La Belle de Berlín en 1986. Entonces fue la administración Reagan la que aseguraba 
disponer de pruebas precisas e irrefutables. Se bombardeó Trípoli y Bengazi en 
represalia, porque era supuestamente Libia el estado terrorista que había llevado a cabo 
el atentado. Diez años más tarde los jueces alemanes han dictado sentencia y puesto 
fuera de duda que Libia era ajena al atentado. Con esto no pretendo afirmar que Bin 
Laden y al-Qaeda sean inocentes. Pero es necesario que la justicia internacional 
establezca la culpabilidad. Lo que resulta inaceptable es apelar a pruebas contundentes, 
negarse a hacerlas públicas y tomarlas como justificación de represalias ejecutadas por 
la misma instancia que dice poseer dichas pruebas. Si algo ha aportado la cultura 
democrática en occidente es que el respeto a los procedimientos constituye un pilar 
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fundamental de nuestros sistemas políticos y no una especie de inconveniente para la 
efectividad de la justicia. 
Por otro lado, los atentados contra las Torres Gemelas han provocado una 
profusión de discursos antiterroristas no exentos de problematicidad. Hablamos de 
terrorismo como forma de violencia extrema cuya finalidad es infundir terror en la 
población o en una parte de ella y a fortiori en sus representantes políticos. Los 
gobiernos y las instituciones internacionales se encargan de confeccionar listas de 
grupos y personas terroristas, que no siempre obtienen un consenso unánime. Lo 
sorprendente es la facilidad como se puede pasar de héroe a villano, dependiendo no del 
carácter de la acción, sino de la coyuntura política y de los intereses de las grandes 
potencias. Los mismos Talibán, antes de ser vistos como terroristas, han sido calificados 
de héroes y aliados (freedom fighters) contra el imperio del mal, es decir, contra la 
extinta URSS. El poder que golpea a mi enemigo es un ejército de liberación, pero 
cuando ese mismo poder me golpea a mí, entonces se trata de una organización 
terrorista. 
Pero si, con razón, calificamos los atentados a las Torres Gemelas de terrorismo, 
qué calificación merecen entonces los bombardeos de Belgrado o Bagdad? ¿Se puede 
realizar un ataque aéreo a una planta farmacéutica en Jartum (Sudán) con muerte de 
civiles como represalia a los atentados contra las embajadas estadounidense en Tanzania 
y Kenia? ¿El mismo tipo de acción llevado a cabo por al-Qaeda es terrorismo, pero 
realizado por las tropas estadounidenses es defensa del orden democrático? ¿Cambiaría 
algo que definiésemos el terrorismo a partir de las características de la sociedad contra 
la que se atenta, es decir, cuando se atenta contra un poder y una sociedad sustentados 
en un orden democrático? Este criterio quizás podría valer, si no fuera porque Estados 
supuestamente democráticos han financiado y financian grupos terroristas o actúan con 
métodos terroristas contra otros Estados reconocidos internacionalmente. Conviene 
recordar aquí que la Corte Internacional de Justicia condenó en 1986 a EE.UU. por el 
ataque contra Nicaragua, dando por probada la colocación de minas en sus puertos por 
unidades del ejército estadounidense y la financiación a la contra. Washington en vez de 
reconocer la condena, lo que hizo fue retirarse de dicha Corte. 
Por último, y apoyándose en la condena casi unánime de los atentados de las 
Torres Gemelas en todas las opiniones públicas de las sociedades desarrolladas, muchos 
políticos han empezado a lanzar un discurso que iguala todas las formas de terrorismo y 
convoca a una especie de frente patriótico contra el terror. La conclusión parece 
entonces palmaria: quien condene los mencionados atentados ha de cerrar filas con los 
respectivos gobiernos en todas las luchas que en el mundo se llevan a cabo contra las 
distintas organizaciones terroristas. 
Pero, es verdad que todas las formas de terrorismo son iguales? Da igual que se 
trate de movimientos separatistas, de lucha contra regímenes totalitarios o de respuesta a 
un terrorismo ejercido desde el Estado? Hacerse estas preguntas no es justificar el 
terrorismo, sino intentar contribuir a un abordaje serio del mismo. No se puede tomar el 
terrorismo como excusa para validar todo tipo de política antiterrorista y mucho menos 
para justificar recortes importantes de derechos y libertades fundamentales. Con el USA 
Patriot Act, votado a finales de septiembre, se han puesto en manos del presidente 
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estadounidense las principales atribuciones del Congreso y del Senado. La Ley 
patriótica del ministro de Justicia John Ashcroft, permite detener y encarcelar por 
tiempo indefinido y sin asistencia de abogado a cualquiera que sea acusado y originario 
del Próximo Oriente. Se han establecido tribunales militares para juzgar a extranjeros 
sospechosos de terrorismo, que van a emplear procedimientos secretos y sumarísimos y 
podrán condenar a muerte por mayoría simple. Se ha levantado la orden que prohibía a 
la CIA el asesinato de dirigentes extranjeros. La guerra total contra el terrorismo 
empieza a convertirse en una amenaza contra la democracia. Es lo que U. Beck ha 
llamado el triunfo de la política del autoritarismo democrático, porque son gobiernos 
elegidos democráticamente los que llevan a cabo políticas de corte autoritario con el 
aparente respaldo de las diferentes opiniones públicas (El País, 19-10-2001). 
 
d) Islam contra occidente 
Éste ha sido otro de los discursos dominantes a la hora de interpretar los atentados 
contra las Torres Gemelas. Se trata de un discurso disponible con anterioridad a los 
acontecimientos. S. Huntington había publicado el verano de 1993 un artículo en la 
revista Foreign Affairs bajo el título The Clash of Civilizations, artículo que gozó de 
una gran difusión y provocó un amplio debate. Su tesis fundamental es que con la caída 
del muro de Berlín no han acabado las confrontaciones y los antagonismos, como 
sugería la tesis del Afin de la historia, defendida con anterioridad en la misma revista 
por F. Fukuyama. El final de los antagonismos entre sistemas económico-políticos más 
bien permite que emerja con claridad un nuevo horizonte de confrontaciones culturales. 
Para Huntington, la fuerza central en torno a la cual se estructuran y organizan 
las culturas es la religión. Basta con arrojar una mirada al auge mundial de la 
religiosidad tradicional o fundamentalista en todas las religiones para comprobar, según 
él, que se está produciendo una reacción planetaria frente al uniformismo funcionalista 
de la tecnociencia y el consumismo mercantilista. Mientras los intentos de 
agiornamento de las religiones al nuevo contexto de la cultura moderna están en franco 
retroceso, asistimos a un retorno a las raíces religiosas de las diferentes civilizaciones. 
De modo coincidente con la expansión de una cultura internacional unificadora de la 
comunicación y el consumo, crecen en numerosas regiones políticamente conflictivas la 
agitación popular y los conflictos religiosos. 
Basado en este análisis, Huntington pronostica que los conflictos más 
importantes del futuro no se producirán entre naciones o grupos, sino entre diferentes 
civilizaciones. Las razones de este cambio serían múltiples. Según él, las diferencias 
entre civilizaciones son mucho más fundamentales que las existentes entre ideologías 
políticas o formas políticas de gobierno. Junto a esto habría que considerar que en un 
mundo mucho más intercomunicado,como es el actual, también han aumentado las 
interacciones entre pueblos que pertenecen a diferentes civilizaciones. Sobre esto y de 
manera simultánea los procesos de globalización han socavado el poder de los 
nacionalismos seculares como referentes identitarios y han desintegrado las identidades 
locales. De esta manera, el retorno de antiguos elementos religiosos de la identidad 
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colectiva o su nuevo papel político hacen aparecer con más fuerza las diferencias 
intercivilizatorias. 
A todo esto se une la posición especial de occidente. Por un lado, ha resultado 
ser el bando ganador de la guerra fría, pero, por otro, debido a su hegemonía económica, 
militar y política, despierta en otras regiones del mundo una especie de reacción 
consistente en la recuperación y revitalización de las propias raíces: un giro >asiático= 
en Japón, una nueva conciencia hindú en la India, el nuevo islamismo en los países 
árabes y el retorno del debate entre occidentalistas y defensores de lo eslavo en Rusia. 
Dado que Rusia ha quedado completamente debilitada tras el triunfo del bloque OTAN 
en la guerra fría, las civilizaciones que se dibujan como especial amenaza en el nuevo 
marco de relaciones internacionales son el Islam y el Confucionismo. 
Más allá de aspectos muy cuestionables de la teoría del choque de civilizaciones, 
desde la debilidad de su definición de civilización, el carácter ciertamente arbitrario que 
a veces adoptan sus líneas divisorias, la manera estática, estanca e incomunicada como 
quedan caracterizadas la culturas, el culturalismo que respira todo el planteamiento, la 
artificialidad como quedan integrados en el esquema continentes enteros, como el 
africano, etc., la importancia política de ensayo de Huntington reside en haber servido 
para extrapolar a todo el mundo musulmán interpretaciones elaboradas a partir de casos 
específicos. Se comienza señalando a Irán, Sudán, Líbano o a ciertos países del Magreb 
como origen de la amenaza para occidente y se termina identificando todo el Islam 
como amenaza. El resultado es la demonización del Islam en su conjunto. 
Muchos medios de comunicación han tratado los atentados del 11 de septiembre 
como si se tratase de la prueba irrefutable de la tesis del choque de civilizaciones. 
Hemos podido ver cómo se ha identificado unilateralmente a las sociedades islámicas 
con sociedades en las que el poder de la religión no ha sido cuestionado. De modo 
genérico e impreciso se las califica de sociedades tradicionales o premodernas y se 
atribuye a la religión islámica la capacidad de configurar no sólo la vida privada de los 
que se consideran creyentes, sino la esfera pública de dichas sociedades, lo que 
alcanzaría máxima expresión en los llamados Estados islámicos o en los movimientos 
fundamentalistas y en los grupos terroristas que éstos inspiran. La imagen política de las 
sociedades islámicas dominante en estos discursos las dibuja como unas sociedades en 
las que no se ha llevado a cabo una separación entre autoridad política y autoridad 
religiosa, en las que la misma sociedad civil estaría sustancialmente configurada por la 
religión, sin que se haya podido desarrollar en ellas un uso público autónomo de la 
razón como fuente de legitimidad independiente de aquella. 
Frente al poder de la religión en las sociedades islámicas hemos visto cómo se 
hacía valer la secularización de las sociedades occidentales modernas, caracterizadas 
por tres rasgos fundamentales: economía de mercado, democracia liberal y pluralismo 
cosmovisional. En dichas sociedades la religión habría dejado de servir de soporte 
ideológico del Estado y del poder político para convertirse en un asunto privado o en 
todo caso en una oferta particular de sentido junto a otras ofertas cosmovisionales. De 
este modo quedan definidos dos frentes irreconciliables. El occidente democrático, 
liberal, tolerante, por un lado, y el mundo islámico, fundamentalista, fanático, terrorista, 
por otro. 
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Pero el Islam no es una realidad monolítica ni identificable con el 
fundamentalismo, como veremos. 1.200 millones de seres humanos de todos los 
continentes profesan la religión musulmana y difícilmente puede adscribirse este 
ingente número de fieles a las corrientes fundamentalistas. Tampoco cabe confusión 
entre pueblo árabe e Islam, ni entre fundamentalismo islámico y confrontación con 
occidente. Dónde encajarían en ese esquema los diferentes regímenes fundamentalistas 
islámicos aliados de EE.UU.? Es más, ni el fundamentalismo es patrimonio exclusivo 
del Islam, ni el protagonismo político de la religión se limita a los ejemplos siempre 
aducidos de Irán o Arabia Saudí. Basta pensar en el movimiento Solidaridad en Polonia, 
los movimientos de liberación y la revolución sandinista en Latinoamérica, el renacer 
del fundamentalismo protestante en EE.UU. y su protagonismo en las elecciones 
presidenciales. El discurso del choque de civilizaciones ha conducido a una peligrosa 
identificación de Islam, islamismo y terrorismo que resulta inadmisible y que sólo se 
explica desde del interés por construir un enemigo como estrategia para alcanzar 
objetivos de carácter económico, político y militar. 
 
Visibilizar lo oculto 
Convendría mirar más allá de los límites que trazan los discursos dominantes. La 
realidad suele ser más compleja de lo que pretenden hacernos creer los medios de 
comunicación y los poderes políticos. A veces es tan importante lo que se silencia, lo 
que se oculta, como lo que se muestra. Y cuando miramos más allá, nos damos cuenta 
que no son las civilizaciones las que chocan, sino los fundamentalismos. Pero no sólo el 
fundamentalismo islámico, sino también el fundamentalismo arrogante del poder 
económico, político y militar, un fundamentalismo que, por cierto, también vive sumido 
en la convicción de una elección divina y mesiánica. Como ha señalado Vicenç Fisas, 
no hay choque de civilizaciones, pero sí un verdadero choque entre un sistema mundial 
hegemónico y radicalidades desesperadas (El País, 19-10-2001). 
Ahondar en las razones de esa desesperación no significa justificar lo ocurrido, 
sino ayudar a entender las raíces profundas de las reacciones violentas y contribuir a 
trazar las líneas de política internacional que podrían aportar verdaderas soluciones a 
largo plazo. El sistema de dominación mundial genera dispositivos reactivos frente a su 
poder y brotes de violencia como los atentados a las Torres Gemelas, que resultan 
indisociables de la existencia de un poder sistémico, total, negador de toda 
transformación que lo cuestione o relativice, inexorable y, en cierto sentido, autista. 
Romper este autismo es condición necesaria para un futuro de paz y justicia 
verdaderamente universales. 
Para ello es necesario fijarse en las desigualdades sangrantes que desgarran 
nuestro planeta y que tienen un peso enorme en la desesperación de millones de seres 
humanos. En relación con la pobreza absoluta que ellos viven, hablar de violencia 
estructural, de violencia asesina, no es servirse de un recurso narrativo dramatizador, 
sino describir con la máxima precisión los resultados de dicha pobreza. 
 
a) Globalización, pobreza y violencia 
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El proceso de globalización económica al que hemos asistido en las últimas décadas se 
ha desarrollado bajo el dominio de fuertes asimetrías, la hegemonía de tres regiones 
económicas principales (EE.UU., UE y Japón), la polarización entre zonas productivas 
ricas donde se acumulan la información y la riqueza y zonas empobrecidas con 
economías devaluadas y fuerte exclusión social. Los mercados de bienes y servicios 
sólo se han liberalizado de modo incompleto y casi siempre de manera desventajosa 
para los países menos desarrollados. El proteccionismo que se combate siempre es el de 
los otros más débiles. En realidad se han mantenido y fortalecido las pautas de dominio 
heredadas históricamente a travésde un emplazamiento diferencial en la división 
internacional del trabajo, que supone de hecho la exclusión de grandes regiones rurales, 
países enteros de todo el mundo, gran parte del continente africano y grandes sectores 
de población en países y regiones ricas. En cierto modo nos encontramos ante la 
paradoja de que nuestro mundo se ha vuelto más unitario y más desgarrado a la vez. 
Los datos que ofrecen los últimos informes del Programa de las Naciones Unidas para 
el Desarrollo hablan por sí solos: 
 
DESIGUALDADES DEL CONSUMO 20% MÁS RICO 20% MÁS POBRE Consumo 
de carne y pescado 45% 5% Consumo de energía 58% 4% Líneas telefónicas 74% 1,5% 
Consumo de papel 84% 1,1% Flota mundial de vehículos 87% 1% GASTOS EN 
CONSUMO PRIVADO 86% 1,3% En los últimos 30 años, la participación en el 
ingreso mundial del 20% más pobre de la población mundial se redujo de 2,3% (1960) a 
1,4% (1991) y a 1,1% (1997). Mientras tanto, la participación del 20% más rico 
aumentó de 70% a 85%. Así se duplicó la relación entre la proporción correspondiente a 
los más ricos y a los más pobres, de 30:1 (1960) a 61:1 (1991) y a 78:1 (1994). Hay en 
el mundo 358 personas cuyos activos se estiman en más de mil millones de dólares cada 
una, con lo cual superan el ingreso anual combinado de países donde vive el 45% de la 
población mundial. En los últimos tres decenios, la proporción de gente cuyo ingreso 
per cápita creció por lo menos a un ritmo de 5% anual se duplicó con creces, del 12% al 
27%, en tanto que la proporción de los que experimentaron un crecimiento negativo se 
triplicó ampliamente, de 5% a 18%. La diferencia en cuanto al ingreso per cápita entre 
el mundo industrializado y el mundo en desarrollo se triplicó, de 5.700 dólares en 1970 
a 15.400 dólares en 1993. 
Pero no nos enfrentamos sólo a una pobreza relativa y una desigualdad creciente, 
sino a una situación alarmante de pobreza absoluta. Alrededor de un tercio de la 
humanidad, 1.300 millones de personas, viven con un ingreso inferior a un dólar diario. 
Según el Informe del PNUD de 1998, de los 4.400 millones de habitantes del mundo en 
desarrollo, casi tres quintas partes carecen de saneamiento básico. Casi un tercio no 
tiene acceso a agua limpia. La cuarta parte no tiene vivienda adecuada. Un quinto no 
tiene acceso a servicios modernos de salud. La quinta parte de los niños no asiste a la 
escuela hasta el quinto grado. Alrededor de la quinta parte no tiene energía y proteínas 
suficientes en su dieta. Las insuficiencias de micro-nutrientes son incluso más 
generalizadas. En todo el mundo hay dos mil millones de personas anémicas, incluidos 
55 millones en los países industrializados. Esto supone que anualmente 200 millones de 
personas se vean afectadas por la tuberculosis y que unos 5 millones de lactantes y 
11 
 
niños mueran por infecciones agudas de las vías respiratorias. El 94% de las personas 
con SIDA viven en países subdesarrollados, especialmente en el África subsahariana. 
507 millones de personas tienen una esperanza de vida inferior a 40 años, 158 millones 
de niños menores de 5 años sufren malnutrición y 800 millones de personas no tienen 
recursos suficientes para comer. 
Todas estas cifras, por lo demás suficientemente conocidas, no pretenden 
ninguna exhaustividad, ni tampoco simplificar en su generalidad la multiplicidad de 
situaciones que en ellas quedan subsumidas: desigualdad entre zonas rurales y urbanas, 
entre hombres y mujeres, entre regiones en los mismos países, entre adultos y niños, 
entre etnias, etc. Quizás por esa razón sería conveniente atender sobre todo a la 
dinámica del sistema mundial tal como se manifiesta en los procesos de diferenciación 
social: en el ámbito de las relaciones de distribución y consumo o en la forma de 
apropiación desigual de la riqueza nos encontramos con una creciente desigualdad, 
polarización, pobreza y miseria. En las relaciones de producción asistimos a una 
individualización del trabajo, sobreexplotación de los trabajadores, exclusión social e 
integración perversa. 
Quien desee hablar de violencia y condenarla, debe estar dispuesto a hablar de 
violencia estructural y a combatirla. No porque esta última justifique la muerte de 
inocentes, pero resulta ingenuo pensar que se puede crear una isla de bienestar 
económico y seguridad en medio de un mar de miseria y violencia. Como tampoco 
parece razonable exigir solidaridad con unas víctimas y mostrar indiferencia con otras. 
 
b) Materias primas y conflictos internacionales 
Con el final de la guerra fría hemos asistido a un desplazamiento de las líneas de 
confrontación. Los lineamientos ideológicos y la rivalidad entre EE.UU. y el bloque 
soviético se han visto desplazados por la competencia económica, en la que juega un 
papel fundamental la competencia por el acceso a materias primas cruciales. Si 
observamos las zonas donde se desarrollan los enfrentamientos armados y conflictos 
bélicos en la última década, no tardaremos en descubrir su coincidente asociación a 
fuentes de dichas materias primas. En Medio Oriente y en el Suroeste Asiático el 
problema capital es el acceso al agua, en Angola y Sierra Leona nos encontramos con 
los yacimientos de diamantes, en la República Democrática del Congo se trata de 
yacimientos de cobre y diamantes y en Borneo de la madera. Las compañías y los 
gobiernos interesados en esas materias primas pertenecen a los países desarrollados, por 
cierto, también los mayores productores y suministradores de armas. 
En este contexto, el área del Golfo Pérsico y Asia Central se han convertido en 
objetivo estratégico de primera magnitud para EE.UU. debido a sus reservas de petróleo 
y gas natural. Garantizar el flujo de los mismos a los países desarrollados es una 
cuestión prioritaria de la política de defensa, lo que seguramente ha motivado el traslado 
del mando de las fuerzas armadas en Asia Central a la Comandancia Central del 
Departamento de Defensa estadounidense. Gran parte del petróleo que importa Estados 
Unidos proviene de Venezuela y del Golfo Pérsico. Europa compra el petróleo 
producido en el Golfo Pérsico y en el Mar del Norte. Entretanto, los países que 
12 
 
constituían la antigua Unión Soviética se han convertido en importantes suministradores 
de gas natural a Europa. Pero, dadas las previsiones de aumento del consumo mundial 
en las próximas décadas y dada la inestabilidad política de las zonas suministradoras 
tradicionales, las reservas petroleras existentes en el mar Caspio concitan todos los 
intereses estratégicos de las grandes compañías energéticas. Dichas compañías han 
entablado negociaciones con Azerbayán, Kazajstán, Turkmenistán y Rusia. 
Expectativas razonables prevén que las reservas disponibles en la zona serán en menos 
de dos décadas las terceras más grandes del mundo. Según estimaciones actuales, la 
bahía del Caspio tiene hasta doscientos mil millones de barriles de petróleo, que, si nos 
basamos en su valor en el mercado actual, valdrían cuatro billones de dólares. A esto 
habría que unir las reservas de gas natural del desierto de Karakum en Turkmenistán, la 
tercera más grande del mundo. Otros campos de gas y petróleo en los países adyacentes 
no hacen sino subrayar la importancia estratégica de la zona. 
Sin embargo, transportar el petróleo y el gas natural del mar Caspio y de Asia 
Central al mercado resulta difícil. La única manera técnicamente viable y económica 
rentable sería por medio de oleoductos. Actualmente existen dos rutas, la ruta rusa hacia 
el noroeste y la ruta chechena hasta el mar Negro. Esto supone el control ruso del 
transporte de petróleo en la región o los problemas que genera el conflicto checheno. 
Entre las posibles rutas alternativas, la transcaucásica, la iraní, la china y la afgana, esta 
última supondría una distancia relativamente corta y permitiría llevar el petróleo al 
mercado del subcontinente de India a través de Pakistán.El valor estratégico de 
Afganistán es, en todo caso, muy alto. 
Mucho antes de los atentados contra Nueva York y Washington, los EE.UU. 
habían fraguado planes concretos para el futuro político de Afganistán. Durante meses 
habían negociado con los talibán y amenazado, ya antes del 11 de septiembre, con una 
intervención militar. Es de sobra conocido el intento del gobierno de Clinton, tras los 
atentados contra las embajadas estadounidenses en Kenia y Tanzania en 1998, de que 
los talibán entregaran a Osama Bin Laden, principal sospechoso, y aceptasen una 
ampliación de la coalición de gobierno, ofreciendo a cambio un reconocimiento de su 
régimen. Pero el objetivo principal no era tanto la eliminación del terrorismo cuanto la 
estabilización de la situación política en Afganistán, para poder realizar la construcción 
hace tiempo proyectada de un oleoducto entre Asia Central y el mar sin pasar por Irán. 
Tras el fracaso de esas negociaciones durante la presidencia de Clinton, Georg 
W. Bush las retoma en febrero de 2001 bajo el influjo del poderoso lobby petrolero. La 
estrategia consistía en hacer ver a los talibán que la administración estadounidense 
contaba con ellos, dada su pertenencia a la corriente sunní (distinta de la corriente 
mayoritaria en Irán, la chiíta) y dado el apoyo de Arabia Saudí a su régimen, pero dado 
su rechazo internacional era necesario entregar a Bin Laden y entregar algo de su poder, 
proponiendo al rey afgano en el exilio, Sair Shah, como líder del nuevo gobierno. En las 
conversaciones con los talibán, que llegaron hasta el verano de 2001, participaron las 
Naciones Unidas y la OTAN. En la misma medida que fue quedando claro que los 
talibán ni entregarían a Bin Laden, ni aceptarían ninguna limitación de su poder, fue 
aumentado la presión de los EE.UU., que ya amenazaron con acciones militares. No 
cabe duda que más allá de las intenciones declaradas de castigar al terrorismo existen 
13 
 
otros intereses suficientemente importantes para establecer una presencia militar 
duradera en la región. 
 
c) Islam, Islamismo y terrorismo 
En torno a los atentados del 11 de septiembre hemos sido testigos de una triste 
ceremonia de la confusión que ha afectado a la asimilación de tres realidades distintas: 
Islam, islamismo y terrorismo. Como Juan Goytisolo ha señalado, si sabemos distinguir 
entre vasco, abertzale y etarra, hemos de saber distinguir entre Islam, islamismo y 
terrorismo (El País, 20-9-2001). Ciertamente la imagen de Occidente en los países de 
mayoría religiosa musulmana está bastante deteriorada y no tanto por la pasada historia 
de enfrentamientos que determinan desde antiguo la relación, sino por los conflictos 
políticos y militares del siglo XX (guerra con Israel, guerra del Golfo, etc.), que han 
despertado en el mundo islámico miedos frente a la amenaza occidental. Pero no sólo 
las instituciones políticas o los gobiernos de las grandes potencias sufren este deterioro, 
también ha salido perjudicada la imagen de la cultura occidental. Virtudes y valores 
reconocidos hasta ahora a occidente como la formación, la ciencia, el espíritu de 
iniciativa, etc., han sido desplazados por los estereotipos del materialismo y el egoísmo, 
del embrutecimiento moral y la falta de sentido comunitario. Cada vez se pierde más de 
vista los fundamentos éticos y espirituales de occidente Cristianismo, ilustración, 
humanismoC y en su lugar aparece el reproche generalizado de inhumanidad dirigido 
contra la modernidad occidental. 
Por otro lado, el fundamentalismo islámico ha despertado en los países 
occidentales industrializados la vieja imagen hostil del Islam. La política y la cultura 
islámicas aparecen en los medios de comunicación y en la opinión pública de dichos 
países sobre todo en la figura de gobiernos y agrupaciones extremistas. La revolución 
iraní ha reactualizado viejos clichés de la imagen europea del Islam, que lo definen 
como violento, fanático, expansivo y enemigo del progreso. Es necesario revisar estos 
clichés que determinan conductas, legitiman estrategias políticas y envenenan el clima 
de convivencia. 
El Islam se basa en cinco pilares (arkan ad-din), de los cuales el más importantes 
es la profesión de fe (shahadah), reconociendo que hay un solo Dios y Mahoma es 
profeta. Los otros cuatro pilares son la obligación de rezar cinco veces al día, entrando 
en relación con Dios, para así poder escapar a una total absorción por el materialismo de 
la vida cotidiana (salah); practicar la caridad (zakat) con quien tiene necesidades 
materiales fundamentales no cubiertas; respetar el ayuno (sawn) que impone el mes de 
Ramadán, en cuyo transcurso desde la salida del sol hasta el amanecer no se puede 
comer, beber, fumar ni mantener relaciones sexuales; por último, para quien tenga los 
medios económicos y la salud para hacerlo, peregrinar a La Meca y a la tumba del 
profeta Mahoma (hajj). 
Del mismo modo que resulta imposible concebir el renacimiento europeo sin la 
contribución de la ciencia del oriente islámico, tampoco se puede concebir el mundo 
islámico actual sin el influjo del pensamiento occidental. Ya la expedición de Napoleón 
a Egipto en 1798 provocó un impulso modernizador promovido por el gobernador del 
14 
 
sultán otomano Mohammed Ali (1769-1849). En las provincias árabes del imperio 
otomano también empezó a considerarse la idea de frontera, es decir, la noción de 
estado nacional, hasta que finalmente en 1918 con el programa de paz de los catorce 
puntos del presidente norteamericano Woodrow Wilson y bajo el postulado de la 
autodeterminación de los pueblos se inició la era postcolonial de los estados 
constitucionales del oriente próximo. 
La transformación política del gran imperio islámico en pequeños estados 
seculares se produjo sin demasiadas dificultades dado que el papel del estado y de la 
religión en ambas formas de organizar el poder es en la práctica bastante semejante. Al-
Islam din wa-daula, la exigencia de unidad entre religión y Estado planteada por los 
fundamentalistas islámicos no se deriva de ningún principio coránico, lo que condujo ya 
entre los sucesores del profeta a dejar la configuración de la política en manos de 
fuerzas y dinastías seculares. No obstante, hay que reconocer que el derecho islámico 
(Sharía) y su interpretación por los doctores de la ley (ulema) estaba al servicio sobre 
todo de la legitimación de los gobernantes. De este modo la cultura política del mundo 
islámico está determinada desde hace siglos por una especie de laicismo de facto. 
En los años treinta existía una fuerte corriente de modernismo islámico, que 
también es conocido como >islam reformista=. En su búsqueda de una síntesis de 
estado constitucional occidental, desarrollo científico-técnico e islam, dicha corriente es 
una prueba perdurable de las cosas que existen en común entre la cultura occidental y la 
islámica. Los modernistas piensan todavía hoy que el Corán es tan compatible con los 
derechos humanos, la democracia, el liberalismo, el socialismo o el capitalismo como lo 
puedan ser el judaísmo o el cristianismo. Según esta corriente, el islam originario del 
Corán no prescribe, por ejemplo, ni que las mujeres cubran con un velo su cara, ni la 
poligamia, aunque ambas cosas hayan terminado imponiéndose en la jurisprudencia 
islámica tradicional, que establece el sometimiento social y político de la mujer. 
Modernistas islámicos como Qasim Amin (1865-1908) exigían ya en el siglo XIX la 
liberación de la mujer. Aunque el fundamentalismo islámico se haya convertido en las 
últimas décadas en una poderosa fuerza política que ha arrinconado a los modernistas en 
una posición defensiva, sin embargo los fuertes movimientos pendulares registrados 
repetidamente en el siglo XX entre secularismo, ortodoxia, modernismo y 
fundamentalismo muestran que la cultura occidental y la islámica no son dos mundos 
separados. En ambasexiste una gran pluralidad cultural que bajo constelaciones 
históricas favorables permite la cooperación, la integración y la comunicación 
productiva. 
La soberanía del estado islámico, en esto existe consenso dentro del mundo 
musulmán, reside sólo en Dios. En ese sentido se trata de una teocracia. Pero la 
intervención de Dios, es decir, su revelación, termina según el Islam ortodoxo con la 
muerte del profeta Mahoma. Así pues, la soberanía de Dios se manifiesta ahora en la 
sharía, en la que él ha dado a los seres humanos las normas y los valores fundamentales. 
La autoridad de aplicar la ley de Dios no está reservada, como en la edad media, al Imán 
o Califa, sino que ha sido transferida a la comunidad de los creyentes. Y ante Dios los 
creyentes son iguales entre sí. El soberano (Imán, Califa o Presidente del Estado) es 
sólo el que recibe el encargo de los creyentes y su legitimidad proviene de la autoridad 
15 
 
de la comunidad (umma). Dicho en terminología moderna, la fuente del poder es la 
umma. 
El estado islámico está fundamentado en la sharía y tiene el encargo de dar 
cumplimiento al orden jurídico y moral islámico. No puede ser por tanto neutral desde 
el punto de vista valorativo. Pero los detentadores del poder no poseen ningún status 
sacral. El jefe de estado tiene deberes definidos por la religión, pero no posee ninguna 
autoridad religiosa y sólo puede interpretar el derecho islámico en la medida en que está 
cualificado para ello como doctor en derecho islámico. No sería pues imposible 
compatibilizar en cierta medida el concepto de estado islámico con instituciones de la 
democracia moderna como las elecciones, el principio de representación y de mayoría, 
la división de poderes y la independencia de la justicia. 
 Tanto las ciencias sociales como la opinión pública de los países industrializados 
han dado por sentado durante bastante tiempo que con la modernización también 
aumenta necesariamente el grado de secularización de una sociedad y de su cultura 
política. El hecho de que exista una tendencia a la islamización y al islamismo a pesar 
del proceso de modernización iniciado en los países de ese ámbito parece cuestionar ese 
presupuesto. La oposición entre modernización y religión contenida en él debe ser pues 
considerada como el resultado de una ideología evolucionista acuñada por las teorías de 
la modernización, que elevan a tipo ideal la evolución europea. Esa ideología ve en una 
secularización que procede según es la norma, es decir, en la superación de la tradición 
y la religión, un paso necesario para la modernización. En última instancia considera la 
religión y en especial el derecho islámico como factor entorpecedor del desarrollo y la 
modernización. Una mirada estandarizada sobre el Islam como factor exclusivo de la 
normalización de la sociedad impide ver las posibilidades de evolución no seculares o, 
mejor dicho, otras formas de secularización diferentes de las presupuestas para Europa. 
Una mirada más atenta es la que se presenta en la tesis de la transición 
bloqueada: no es que el proceso de industrialización y modernización haya sido 
bloqueado en la mayoría de sociedades del mundo islámico de modo causal por la falta 
de una secularización, que por lo que parece no ha tenido lugar, sino que por el 
contrario la creciente islamización puede explicarse en gran medida como reacción a 
una modernización bloqueada, es decir, realizada sólo parcial y deficientemente. La 
religión, con sus tradiciones y formas de expresión que abarcan todos los estratos 
sociales, aparece como un factor capaz de evitar la desintegración de la sociedad y 
servir de generador de legitimidad y sentido en una situación de conflictos sociales y 
desequilibrios provenientes de la modernización bloqueada. La islamización se 
convierte dentro de esta tesis en un síntoma que acompaña a la modernización o en la 
expresión de sus contradicciones internas. 
Pero la tesis de la transición bloqueada sigue valorando la islamización como 
contraproductiva en relación al proceso de modernización y desarrollo. Dicha tesis 
implica, además, la idea de que la transformación en una sociedad de masas 
industrializada y completamente secularizada es la meta del desarrollo. Desde esta 
perspectiva, la islamización y el consenso islámico que se dibujan en bastantes países 
del próximo y lejano oriente serían ante todo característicos de una fase de transición, 
pero en definitiva fenómenos obstaculizadores de la modernización. Sin embargo, si no 
16 
 
se canoniza la idea de secularización europea, habría de replantearse la interpretación de 
toda declaración pro Islam, pro Sharía y pro unidad entre política y religión como 
secularización deficiente y como prueba de una idea atemporal y específicamente 
islámica de la política, el orden y la vida. El reconocimiento de una secularización que 
no se corresponde con el tipo ideal de secularización europea puede ampliar la imagen 
habitual de las sociedades islámicas. Esa imagen se agota demasiado frecuentemente en 
contraposiciones entre Islam y secularización, tradición y modernidad o religión y 
política. 
Ciertamente, el clima social de la mayoría de los países islámicos se ha 
transformado en las últimas décadas hacia un conservadurismo moral de corte 
tradicional. Aunque el fundamentalismo sólo haya arraigado en una minoría de 
musulmanes, muchos tienden a una recuperación de los símbolos, ritos y hábitos 
tradicionales del Islam. El número de mezquitas y la asistencia a las mismas ha 
aumentado en las últimas décadas. El velo y el turbante han retornado a la imagen de la 
vida pública del oriente. La relativa apertura al mundo de los intelectuales ha sido 
sustituida por una actitud introvertida que refuerza el sentimiento de independencia y de 
ser diferente frente a la cultura occidental. 
Como resultado del renacer del Islam y de su pretensión de ser criterio último de 
la acción individual y social se ha reforzado desde finales de los años setenta la 
búsqueda de un orden islámico como alternativa a todos los modelos existentes. Dicho 
orden debe ofrecer dos cosas: ha de ser moderno, estar a la altura de los tiempos y, al 
mismo tiempo, ser auténtico, demostrando así la autonomía cultural de los musulmanes. 
No es necesario subrayar lo problemático que es el concepto de autenticidad. Ésta no se 
reduce tampoco para los musulmanes simplemente al Islam, ya que por lo general se 
suele considerar bajo ese concepto sólo el Islam ortodoxo, centrado en la escritura y la 
ley, y no las numerosas formas de piedad islámica, en gran parte de carácter místico, 
propias de muchos de los creyentes. 
La ideología de los islamistas, cuyos orígenes se remontan al wahabismo, 
llamado así por su creador, Muhammad Ibn al-Wahhab (muerto en 1791), y a los 
esfuerzos de reforma del siglo XIX conocidos como Nahda (renacimiento) y cuyos 
líderes fundamentales fueron al-Afghani, Muhammad Abduh y Rashid Rida, se 
fundamenta en la existencia afirmada vehementemente de una verdad dada por Dios, 
que ellos dicen representar, reclamando para sí la personificación del Islam genuino, 
atemporal y salvífico y la capacidad de aplicarlo en una política correspondientemente 
incontrovertible. La pretensión de verdad de los islamistas está vinculada directamente 
con esa singularidad que ellos se atribuyen, así como con la simplicidad de su análisis 
de la sociedad y la promesa de salvación que le acompaña. Éstas son las razones del 
atractivo de la corriente islámica. En el postulado de unidad del Islam y en la pretensión 
de anunciar la única verdad reside el centro ideológico del islamismo y el fundamento 
de su fascinación. 
Con la fe en la existencia de una verdad divina está vinculada necesariamente la 
fe en la posibilidad de conocer esa verdad para cualquier musulmán. Por medio de ese 
conocimiento compartido de la verdad de la religión se constituye la comunidadde los 
musulmanes, la umma. Una comunidad que, según la ideología de los islamistas, es 
17 
 
única tanto en el camino como en la meta. La apelación a la comunidad es un 
componente esencial de la ideología islamista. En principio una apelación a la 
comunidad y su tradición no tiene que ser tachada de reaccionaria, sino que puede verse 
como base de la sociedad civil. Sin embargo, la ideología islamista de la comunidad 
representa de hecho un intento de sustituir el carácter esencialmente conflictivo de las 
sociedades post-tradicionales por la restauración de la unidad premoderna de 
explicación del mundo, estilo de vida y promesa de salvación. La pretensión de 
absolutez de la religión subrayada por los islamistas resulta para ellos irrenunciable, 
pues en su ideología la comunidad se constituye a través del sentimiento de estar 
colectivamente en posesión de la verdad del Islam. 
Esa ideología comunitaria necesita una imagen del mundo dicotómica para 
adquirir estabilidad. Es decir, frente a la comunidad de los buenos hay que colocar un 
grupo o varios de los Malos. Estos son necesarios para explicar por qué razón la umma 
no se encuentra en un estado de beatitud. La causa es la infiltración del mal. Pero los 
malos no son en primer lugar occidente, sino los Otros y los Desviados dentro de la 
misma comunidad islámica, que han corrompido el sano sentido común de los buenos 
musulmanes. De este modo, el adversario político es declarado enemigo de la religión, 
de la verdad, de la salvación y de la comunidad. Las otras posiciones políticas reciben el 
estigma de desviacionistas y con ello queda justificada la necesidad de una Purificación. 
Al darse por supuesta la existencia de un consenso de la comunidad sobre cuál es el 
comportamiento del Buen musulmán, carece de sentido preocuparse por la regulación 
de los posibles conflictos, que sin embargo no dejan de existir. Los intereses 
particulares y de clase, que en las sociedades modernas sólo pueden ser regulados dando 
carta de ciudadanía a los conflictos y buscando soluciones que respondan a acuerdos 
mayoritarios, quedan ocultos detrás de un consenso de comunidad dado por supuesto. 
La discriminación de las mujeres y no musulmanes y la exclusión tanto de los 
homosexuales como de los comunistas y secularistas, tal como aparece en las 
manifestaciones y posicionamientos de los islamistas, son ejemplos claros de la 
estrechez con que éstos conciben el consenso islámico y su moral, y en qué sentido 
podría ser empleado el aparato del Estado una vez en sus manos. Su ideología, que 
ofrece explicaciones sencillas de la crisis y promete soluciones también sencillas, se 
apoya en el postulado de que la sharía contiene prescripciones inequívocas para todos 
los ámbitos de la vida y para todos los tiempos. Las diferencias de interpretación y 
aplicación quedan excluidas de antemano. Su fundamentalismo no consiste pues en que 
pretendan mantener un concepto de Islam proveniente de siglos pasados Cdicho 
concepto no ha existido realmente nunca. Son fundamentalistas porque inmunizan su 
versión de la jurisprudencia islámica, del orden social y la moral contra toda crítica 
apelando a una supuesta autenticidad incuestionable. Precisamente esta apelación al 
único Islam, que en realidad no existe, es lo que conduce a los islamistas al totalitarismo 
en el debate político en torno a cuestiones concretas. 
Pero en nombre de los valores intocables de origen divino y en nombre del bien 
común se imponen intereses particulares. Detrás de la retórica religiosa de la umma, de 
la comunidad islámica, también se esconden los intereses económicos y políticos de la 
burguesía. Se puede hablar de la conexión de una concreta burguesía con el Islam 
18 
 
tradicional, conexión que se refleja por un lado en la manera de argumentar presentando 
los contenidos de la economía liberal en formas tradicionales y, por otro lado, en la 
esfera personal, en el ir juntos los representantes de las capas altas de la burguesía y los 
doctores e ideólogos religiosos. 
Por otro lado, los movimientos de renovación islámicos son también una 
reacción frente a promesas incumplidas, expectativas defraudadas y una creciente 
desilusión en relación con diferentes modelos de política industrial y desarrollista 
impuesta autoritariamente por los Estados después de la segunda guerra mundial. Dicha 
política destruyó las formas tradicionales de vida social sin sustituirla por algo mejor. El 
resultado es un desequilibrio socio-económico. Ibadat y mu=amalat, que regulaban los 
deberes de los musulmanes frente a Dios y la integración social se desmoronaron a 
causa de la urbanización y la industrialización promovida por el Estado. 
Este tipo de política identificaba el desarrollo con el crecimiento económico y la 
modernización con la urbanización. Las élites nacionales y sus consejeros extranjeros 
creían firmemente que el bienestar iría poco a poco recalando desde arriba hacia abajo, 
que la industrialización y la urbanización producirían tarde o temprano de manera 
automática la justicia social. De este modo fueron destruidos los últimos restos del viejo 
orden socio-económico islámico. Pero la riqueza y bienestar se concentraron en las 
manos de unos pocos, mientras que la población se empobrecía. Los campesinos fueron 
arrancados de espacios vitales enraizados en una tradición cultural igualitaria, con fuerte 
sentido comunitario, y convertidos en proletarios marginalizados y víctimas de una 
tecnología intensiva en capital. 
Para la segunda generación de la población campesina emigrada a las ciudades 
la situación en los suburbios miserables es todavía mas desconsoladora. Ni la formación 
ni el trabajo asalariado permiten una promoción social. Éste es el sustrato ideal para los 
islamistas militantes, que prometen promoción social y restauración de la tradición. El 
renacimiento del Islam es sobre todo una reacción de la población frente a esperanzas 
incumplidas, unas esperanzas que fueron sembradas especialmente en las dos décadas 
posteriores a la segunda guerra mundial, cuando se intentó generar crecimiento 
económico y justicia social aplicando modelos de desarrollo impuestos desde el aparato 
estatal con ayuda técnica y financiera de occidente. 
La élite dirigente secularista utilizó su monopolización del poder e impuso a las 
masas su visión del desarrollo. Oficialmente se decía que había que crear una nueva 
clase media, pero en realidad se manipuló el proceso de desarrollo de cara al 
enriquecimiento propio. La intención central de la política económica consistió llevar a 
cabo un proceso de transformación socio-económica dirigido por el aparato del estado, 
un proceso que se dirigía contra el ámbito rural. Desde el punto de vista político era 
elitista y desde el punto de vista sociológico intentaba crear una clase media que gozaba 
de subvenciones y de la protección del Estado. Esto tuvo reflejo sobre todo en el 
crecimiento de las burocracias estatales. 
Pero esta especie de capitalismo de Estado fue incapaz de afrontar la crisis 
económica de los años setenta. La ideología nacionalista de los gobiernos secularistas, 
que al principio pudieron movilizar las masas a favor de su experimento de capitalismo 
de Estado, se vio expuesta cada vez más intensamente a la crítica islamista. A la vista de 
19 
 
una pobreza en gran medida no vencida y del reparto estructuralmente desigual de los 
ingresos, empezó a desmoronarse la lealtad de las masas, mientras que los programas de 
ayuda organizados por los movimientos islamistas gozaban cada vez de más resonancia. 
Sin embargo, frente a lo que pretenden los islamistas, la respuesta a esta política 
fracasada no puede ser el recurso a una supuesta unidad cultural y religiosa del Islam. 
Al igual que otros pueblos, los musulmanes también están influidos de forma 
importante por su entorno, lo que ha producido un gran abanico de modelosde vida y 
organización que pueden reclamar para sí el adjetivo de islámicos. Incluso los más fieles 
entre ellos a la Escritura, que consideran al Corán su ley fundamental y a Mahoma su 
profeta, no encontrarán en las fuentes con autoridad ninguna indicación precisa para la 
organización política de la sociedad actual. Tanto el Corán y la Sunna, como la tradición 
de las palabras y gestos del profeta (Hadit) prescriben, ciertamente, ciertas reglas 
básicas, más bien generales, para la vida social y política, pero no un modelo concreto, 
ni siquiera el califato. No puede existir pues el Estado islámico, sino en todo caso 
diversos proyectos y utopías, así como diferentes ejemplos, ya practicados, de orden 
político islámico como p.ej. el reino de Arabia Saudí o la república islámica de Irán, que 
se diferencian en aspectos muy importantes y además no son reconocidos como 
verdaderamente islámicos por muchos musulmanes. 
Los islamistas afirman que el Islam es al mismo tiempo religión y Estado (al-
islam din wadaula), por lo que los valores establecidos por él deben determinar también 
la política. Esos valores están contenidos en la Sharía, que es más que la mera ley 
islámica, ya que pretende configurar y regular todos los ámbitos de la vida humana. El 
mito haría ha sustituido en cierta medida al Califa como símbolo de la identidad y 
unidad islámica. A ella se vinculan las esperanzas de justicia, univocidad, orden y, no en 
última instancia, estabilidad, esperanzas que han adquirido tanto valor en el 
pensamiento de los musulmanes modernos. 
Pero si la sharía ha de garantizar unidad, orden y estabilidad y ser el fundamento 
normativo para la vida individual y el orden social, que no puede ser cuestionado por 
autoridades civiles, tiranos, dictadores o masas revolucionarias, entonces su flexibilidad 
ha de ser muy limitada, dado que una tal flexibilidad presupone la posibilidad de 
interpretación y ésta va ligada inevitablemente a determinados intereses (también en el 
establecimiento de lo que es el bien común). El ámbito de lo flexible y políticamente 
organizable no sería en este caso demasiado grande. Al contrario, existe más bien el 
peligro de que personas y grupos concretos los Hermanos Musulmanes, el FIS, los 
detentadores del poderC impongan su monopolio sobre la interpretación de las fuentes 
normativas, tal como ha ocurrido recientemente. Contra el peligro de la manipulación 
política sólo se puede actuar asegurando el derecho de los musulmanes, la nación o el 
pueblo a la participación política y limitando las competencias de los gobernantes por 
medio de un Estado de derecho definido democráticamente. 
Respecto a la relación entre islamismo y terrorismo es necesario subrayar que el 
islamismo moderado no posee ninguna inclinación hacia las estrategias violentas. Es 
más, las primeras muestras de extremismo violento dentro de lo que hoy conocemos 
como ámbito musulmán fueron de carácter laico (FLN en Argelia o OLP en Palestina). 
Los orígenes ideológicos del terrorismo islámico se remontan a Sayyid Qutb, pensador 
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egipcio ejecutado por Nasser, el cual actualiza el concepto de yahiliyya, con el que se 
designaba el período de barbarie anterior a la Revelación coránica, e intenta por medio 
de esta actualización fundamentar la necesidad de unas nuevas élites capaces de una 
transformación radical. Abdessalam Farag, inspirador ideológico del atentado mortal 
contra Anuar al-Sadat y autor de El deber desatendido, vincula el diagnóstico del 
hundimiento de la sociedad musulmana en el estado de yahiliyya con el imperativo de la 
yihad como lucha contra la apostasía. En él se inspirarían diversos movimientos 
radicales egipcios. Junto a éstos se encuentra los GIA argelinos, los movimientos de 
liberación nacional de carácter islamista en Líbano y Palestina, como Hizbullah, Yihad 
Islámica y Hamas. 
Frente a la interpretación canónica de la yihad, como lucha interna por agradar 
más a Dios o como defensa ante una agresión externa sometida a las normas morales 
generales que establece el Corán, la interpretación minoritaria defendida por los grupos 
violentos concibe la yihad como lucha externa y no sólo defensiva, sino también 
ofensiva. Aquí la yihad presenta todos los rasgos de la guerra santa, como guerra 
ordenada por Dios, cuya legitimidad no puede ser cuestionada, contra un adversario que 
es enemigo de Dios y que exige la entrega más absoluta: el sacrificio o la 
autoinmolación. La concepción de la yihad como lucha externa con empleo de la 
violencia tiene un sustento más sólido en la tradición chiíta (Irán) que en la sunní, pues 
en aquélla se exalta el ejemplo del imán Hussein, muerto en el año 680 luchando contra 
el califa de Bagdad, y se ha desarrollado una importante teología del martirio. El camino 
que conduce a la salvación absoluta es la muerte en defensa del Islam contra sus 
enemigos. 
A parte de sus motivaciones ideológicas y las estrategias violentas, a la hora de 
analizar estos movimientos no conviene pasar por alto su relación con los dos Estados 
islámicos de la zona, Arabia Saudí e Irán, y la confrontación entre ambos. Casi todos los 
conflictos de los años 80 y 90 tienen también una lectura intraislámica: Irán intenta 
exportar su revolución y Arabia Saudí contenerla. Ambos coinciden en promover una 
islamización desde arriba. Tras la guerra entre Iraq e Irán, que tuvo un efecto de 
desgaste muy importante para ambos países y de contención de la expansión y difusión 
de la revolución iraní, la guerra de Afganistán sirvió para desviar la lucha promovida 
por Irán contra el Gran Satán (EE.UU.) hacia la URSS. Esta guerra supuso además una 
radicalización e internacionalización de la violencia islamista, si bien todo ello bajo el 
control y el apoyo de Pakistán, Arabia Saudí y la CIA. 
Durante los años 90 hemos asistido a un doble proceso de radicalización de los 
grupos violentos, por un lado, y de desmembramiento del islamismo moderado, por 
otro, donde han emergido las diferencias entre los diversos grupos Cjuventud urbana 
pobre, intelectuales y clases medias piadosas y líderes religiosos hasta ahora aglutinados 
en torno a una misma ideología, como ha constatado G. Kepel (La Yihad. Barcelona 
2001, 21ss). Durante la guerra del Golfo pudimos asistir en los medios de comunicación 
al divorcio entre las clases populares y los líderes de los países de la zona. Mientras que 
las poblaciones mostraban mayoritariamente su simpatía hacia Saddam Hussein, las 
petro-monarquías se aliaban con EE.UU., lo que para muchos supuso un grave atentado 
a su legitimidad religiosa. Por otro lado, se produjo un descontrol de los yihadistas 
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desocupados tras el triunfo de los talibán en Afganistán, que ahora recuperaban el 
antiguo objetivo, EE.UU., y las élites de Arabia Saudí, Argelia, Palestina, etc. 
desprestigiadas en la Guerra del Golfo. 
Éste es el nuevo contexto que explica las características de la organización al-
Qaeda. Surgió al calor de la yihad afgana con apoyo de EE.UU., supone una 
internacionalización de la acción terrorista, carece de enraizamiento popular y está 
altamente profesionalizada. No buscan tanto la consecución de objetivos políticos 
concretos, por lo que no suelen reivindicar los atentados, cuanto mostrar la 
vulnerabilidad del enemigo imperialista. Pero, en cualquier caso, al-Qaeda no puede ser 
considerada una organización representativa del mundo musulmán. Como constata A. 
Bolado, el islam no es terrorista, o al menos no lo es en mayor medida que otras 
religiones o culturas. Tampoco el islamismo es una emanación inexorable del islam Cen 
éste existen múltiples corrientes y tendencias, entre las cuales la islamista es una más, si 
bien muy cualificada políticamente, ni tampoco terrorista: la mayoría de las 
organizaciones islámicas, y de lejos las más numerosas, ni son terroristas ni apoyan el 
terrorismo. Por último, no existe en el terrorismoislámico nada específico frente a otros 
terrorismos. Colocar a Allah en la base de la actuación terrorista (incluso cuando 
conlleva el suicidio) no se diferencia de colocar a la patria, la revolución o el emperador 
(Pagina abierta, Octubre 2001, p.27). 
d) Conflicto Palestino-Israelí. Unos de los puntos calientes en las relaciones entre 
Oriente y Occidente es, sin duda, el conflicto palestino-israelí. Los inicios de este 
conflicto se remontan al período colonial. El siglo XIX fue testigo del auge de los 
movimientos nacionalista no sólo en Europa, sino también en las provincias árabes del 
Imperio otomano, En este contexto se forma en Europa el movimiento sionista con el 
objetivo de dar a los judíos dispersos por el mundo una entidad estatal. Este proyecto 
veía en Palestina el lugar ideal para la construcción del Estado judío. Bajo el Mandato 
Británico, entre 1920 y 1948, la emigración de judíos hacia Palestina fue creciendo en 
envergadura. Su expansión territorial chocaba con el proyecto nacional de los árabes 
palestinos. Los conflictos se fueron sucediendo de modo paralelo a la creación de 
instituciones autónomas por parte de la comunidad judía y el desplazamiento de la 
población árabe. 
Es necesario referirse a la catástrofe del genocidio judío durante la II Guerra 
Mundial, al rechazo sufrido por la población judía que intentaba escapar a la misma y 
que no encontró Estados ni territorios dispuestos a acogerla y a la responsabilidad de la 
comunidad de naciones frente al proyecto de un Estado judío, para comprender la 
posición de Naciones Unidas a favor de la partición del territorio y la creación de dos 
Estados, plan rechazado por los árabes, que veían en esa partición el triunfo de las 
intenciones judías. Mientras que la población árabe constituía más de dos tercios del 
total, el plan de partición otorgaba el 60 por ciento del territorio a la comunidad judía, 
territorio en el que la población árabe representaba el 45 por ciento. Poco antes de la 
retirada de Gran Bretaña, el 29 de noviembre de 1947, Naciones Unidas propone 
formalmente la partición del territorio. En mayo de 1948 la comunidad judía declara de 
modo unilateral la creación del Estado de Israel, lo que desata la primera guerra árabe-
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israelí. De esa guerra no sólo salió reforzado el Estado israelí, sino que se produjo una 
gran salida de población palestina. Cisjordanía y Gaza quedaron en manos de Jordania y 
Egipto, la creación de un Estado árabe en Palestina se vio frustrada y Jerusalén quedó 
dividida. En 1949 el número de refugiados palestinos ascendía a medio millón. 
La frustración de las expectativas palestinas y la resistencia a verse convertidos 
en refugiados llevó en 1964 a la creación de la Organización para la Liberación de 
Palestina (OLP). En junio de 1967, tras la guerra de los Seis Días, Israel ocupa el Golán 
sirio, la península de Sinaí y el resto de Palestina. El 22 de noviembre del mismo año, el 
Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas adopta la Resolución 242, en que si bien 
reconoce el derecho a la existencia y la seguridad de Israel, también exige la retirada de 
las fuerzas armadas de los territorios ocupados. Desde 1967 la población palestina vive 
bajo un estado de excepción permanente, de persecución de los líderes políticos, de 
apropiación de sus recursos naturales, de expropiación de tierras e instalación de 
colonos y de bases militares, de progresiva judaización de la Jerusalén oriental y 
subordinación de la economía palestina a Israel. 
La respuesta a esta política de ocupación es atentar en el exterior contra intereses 
o representantes de la comunidad judía y sus aliados, así como los levantamientos en el 
interior de Cisjordania y Gaza. La primera intifada supuso un movimiento de rechazo a 
la ocupación y de desobediencia civil, permitió colocar de nuevo en los primeros 
puestos de la agenda internacional el problema palestino y cosechar un amplio apoyo 
internacional. Las imágenes de niños luchando con piedras contra los tanques de los 
soldados israelíes eran demasiado elocuentes. La guerra del Golfo, la capitalización del 
conflicto palestino-israelí por los movimientos islamistas y los cambios políticos en 
Israel propiciaron los Acuerdos de Oslo II en 1995. Pero de nuevo, el asesinato del 
presidente Rabin, la frustración de las expectativas que generaron los acuerdos y la 
segunda intifada nos sitúa ante un enquistamiento del conflicto y una espiral de 
violencia de difícil salida. Existen muchas cuestiones pendientes: la entidad palestina y 
sus fronteras, las cuestiones de seguridad, los asentamientos judíos, el destino de 
Jerusalén y el futuro de los refugiados. El nuevo gobierno israelí comandado por Ariel 
Sharon ha desplegado una política de asesinatos selectivos, de represión terrible, de 
acordonamiento de los territorios ocupados y de destrucción de todas las 
infraestructuras civiles. A la respuesta desesperada de los atentados suicidas el gobierno 
israelí contesta con más represión, aniquilación, vejaciones y muerte. Si Sharon había 
prometido la paz y la seguridad en la campaña que precedió a su elección, los resultados 
no pueden ser más contrarios. 
No sólo por las declaraciones de Bin Laden el 11 de septiembre está inserto en el 
ojo del huracán del conflicto palestino-israelí. Por un lado, es levantado como bandera 
por los grupos islamistas y sus apoyos populares contra la política de doble estándar de 
EE.UU. y sus aliados, contra la injusticia que sufren los pueblos musulmanes, contra la 
humillación permanente de los mismos. Por otro, Ariel Sharon se ha sumado al discurso 
dominante antiterrorista para exacerbar su política represiva y destructiva sin que la 
administración de Georg W. Bush haya mostrado hasta el momento especiales esfuerzos 
por moderar a sus aliados en la zona e imponer una salida negociada al conflicto. No 
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cabe duda de que cuando muchos estadounidenses se preguntan extrañados ¿por qué nos 
odian?, aquí tienen razones que les ayudarían a dar una respuesta. 
e) Política internacional norteamericana y mundo musulmán. Una de las razones más 
poderosas del sentimiento antiestadounidense en las poblaciones de muchos de los 
países con mayorías musulmanas quizás haya que buscarla en las políticas de doble 
standard que EE.UU. viene aplicando en el Oriente Próximo y Asia Central. El 
fundamentalismo es usado como arma arrojadiza o ignorado según conviene. Frente a 
Estados en los que la religión ejerce una fuerte influencia en la vida política, pero que 
sirven a la estrategia y a los intereses estadounidenses, se llevan a cabo alianzas y se 
practican apoyos muy importantes, con independencia de que dichos Estados sean 
islámicos o no. 
En cierto sentido, bajo esta perspectiva habría que contemplar el Estado de 
Israel, que aunque se trate de un país con sólidas instituciones democráticas, no por ello 
deja de sentirse el peso de la religión en la política y en la vida cotidiana. La idea del 
Gran Israel o la política de asentamientos no serían entendibles sin este peso de la 
religión, y ambas cosas tienen una gran influencia en los conflictos que asolan el país. 
EE.UU. otorga a Israel apoyo militar y de inteligencia, apoyo diplomático, bloqueando 
los esfuerzos de Naciones Unidas para aplicar las resoluciones, dio luz verde a la 
invasión israelí del Líbano en 1982 a pesar de la restricción del uso de armas 
estadounidenses en misiones que no sean de defensa, etc. La impresión generalizada en 
el mundo árabe-musulmán es que Israel tiene >patente de corso= gracias al apoyo 
estadounidense. 
 
Por otro lado, tenemos a Arabia Saudí, un país organizado políticamente sobre una 
doctrina fundamentalista, el wahabismo, pero aliado y proveedor de petroleo de EE.UU. 
No cabe la menor duda que Arabia Saudí no alcanza ni de lejos ninguno de los 
standards exigibles desde el punto de vista democrático. Durante la Guerra

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