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En Democracia, jueces y control de la Administración, op. cit., recoge las principales aportaciones de este informe señalando que, entre sus objeti...

En Democracia, jueces y control de la Administración, op. cit., recoge las principales aportaciones de este informe señalando que, entre sus objetivos, destacan, por un lado, la reconstrucción de la confianza pública y, por el otro, la restauración de la indeterminación moral existente en el ámbito de la función pública. Para ello ofrece algunas pautas concretas, fundamentalmente en lo que se refiere a los deberes de los Ministros, y propone la instauración de dos instrumentos: la Autorregulación y complejidad ética en ámbitos dominados por la especialización técnica y profesional. Códigos éticos han sido aprobados finalmente en forma de reglamentos de carácter administrativo. A este proceso responden el “Código de ética de la función pública de Argentina”, aprobado por Decreto 41/1999; la “Carta Deontológica del Servicio Público de Portugal”, aprobada por Acuerdo del Consejo de Ministros, de 18 de febrero de 1993 y las “Normas de ética de la función pública” del Quebec, aprobadas por el Reglamento de 17 de abril de 1985. Los códigos de conducta como instrumento de autorregulación. En el Reino Unido, no cabe ninguna duda que los códigos de conducta de la función pública son considerados un instrumento de autorregulación. Los códigos éticos aprobados en otros países responden, en cambio, a un proceso de publificación y de transformación de la misma. Los derechos y deberes de los funcionarios vienen fijados a través de un proceso ascendente, de absorción de los resultados de la autorregulación de los propios funcionarios. En cualquier caso, y frente al fracaso de los mecanismos imperativos de regulación, no parece desacertado, aun manteniendo el carácter reglamentario de estas normas, incluir en ellas los códigos de conducta, elaborados y aceptados por la profesión. Parecería incluso razonable que las normas disciplinarias tipificasen la infracción de esas conductas y no de otras, que resultan quizás obsoletas a la evolución sufrida en el seno de la función pública. Los códigos de conducta de la función pública tienen por objeto establecer los valores que deben guiar la actividad cotidiana de los funcionarios, poniendo especial atención en los aspectos relativos a las relaciones de los funcionarios públicos con los ciudadanos. Adopción de códigos de conducta formulados en el seno de cada unidad administrativa relevante y la instauración de la figura de un Commissioner como organismo de control. En términos generales, un código de conducta de un organismo o de una Administración pública contiene una combinación de los siguientes elementos: la declaración de los valores que deben guiar la conducta de los funcionarios públicos; la descripción del papel de dichos valores en el seno de la organización en la que debe aplicarse; las responsabilidades de los funcionarios respecto la organización y respecto los ciudadanos; las responsabilidad de la organización respecto de los funcionarios; y una lista de las obligaciones legales de los empleados públicos. La formulación de los contenidos del código puede ser diversa, en atención a su ámbito de aplicación. Puede estar basada en principios generales, cuya concreción debe ser trabajada en conjunto por parte de los empleados de cada una de las múltiples organizaciones que configuran la Administración Pública; o puede regular con detalle las soluciones éticamente aceptadas en las situaciones más comunes de conflicto ético a las que se enfrenta el funcionario en un ámbito concreto de actividad de la Administración. Con independencia de la forma que adopten, estos códigos deben desempeñar un papel de orientación de la conducta de los funcionarios y una función de control, al establecer y dar publicidad a las conductas adecuadas y a las restricciones de comportamiento. En cualquiera de los casos, estos códigos no poseen carácter vinculante, ni siquiera poseen carácter jurídico. Son documentos en los que se recogen por escrito los valores que deben inspirar a los profesionales de la Administración pública y se definen y concretan las conductas éticamente acertadas, o las reprobables, en función de los mencionados valores. La aplicación de estos códigos depende enteramente de la voluntariedad de los funcionarios, de la utilización de los mismos en sus tareas habituales. Por este motivo, muchos de estos códigos están pensados para ser consultados cuando se plantea un problema ético. El carácter normativo de estos documentos, que deriva de su vinculación a la ética de una profesión, podría juridificarse de diversos modos. Si existiesen asociaciones de funcionarios encargadas de la elaboración y aplicación de tales códigos, estos se integrarían en un ordenamiento jurídico privado. También podría imponerse contractualmente la obligación de aceptar estos códigos. La obligatoriedad de ciertos principios éticos –y a pesar de los peligros que puedan verse en la utilización de esta técnica- podría ser interpretada también como una suerte de remisión normativa al contenido de estos instrumentos de autorregulación. En la actualidad, de acuerdo con la tradición reglamentista propia de la mayoría de los Estados, se consigue la vinculatoriedad de los códigos de conducta sólo mediante la incorporación de sus contenidos en normas de carácter reglamentario. Esta publificación de la autorregulación en el ámbito de la función pública puede tener explicaciones diversas. Hay que advertir previamente que la necesidad de intensificar las actividades de formación ética, destacada por quienes impulsan la autorregulación en este ámbito, pone de manifiesto que los profesionales de la Administración no constituyen, todavía, un subsistema ético suficientemente institucionalizado. Ello quiere decir que la autorregulación en este ámbito no surge de forma espontánea. La transformación de los resultados de la autorregulación en una norma jurídica, mediante la aprobación reglamentaria de los códigos éticos podría ser una manifestación, como ocurre en otros ámbitos, de la confianza de los poderes públicos en la autorregulación. Pero podría denotar también, no podemos saberlo, una desconfianza en su efectividad o, simplemente, una falta de voluntad real de apartarse de una determinada tradición. Tanto si se aprueban reglamentariamente como si mantienen su voluntariedad, los códigos de conducta sólo responderán a la autorregulación –y no a la regulación imperativa- si existe previamente un proceso de formación ética y de participación en el seno de la función pública que permita afirmar que dichos códigos son el resultado del consenso y de la concepción común de los profesionales públicos sobre lo que constituye un buen comportamiento.

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Análise e Desenvolvimento de Sistemas Universidad Distrital-Francisco Jose De CaldasUniversidad Distrital-Francisco Jose De Caldas

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