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Estado es, precisamente, el orden público. La existencia del Estado se justifica en la necesidad de garantizar dicho orden. Con este fin se crean d...

Estado es, precisamente, el orden público. La existencia del Estado se justifica en la necesidad de garantizar dicho orden. Con este fin se crean determinadas estructuras, entre ellas, la Administración Pública, a las que se les reconoce y atribuye jurídicamente la autoridad y las potestades necesarias para conseguir su materialización. No en vano las potestades reglamentaria, inspectora, autorizante y sancionadora han encontrado históricamente su fundamento en la ahora denostada noción de policía administrativa, estrechamente vinculada a esta función estatal de garante del orden público. A grandes rasgos, el proceso de construcción del Derecho Administrativo se explica por la necesidad de revestir las mencionadas potestades de las garantías necesarias frente a su ejercicio. El concepto de orden público, en la actualidad, posee un contenido distinto al tradicional, aunque no ha perdido su función legitimadora. El grado de desarrollo tecnológico de nuestra sociedad impide garantizar una protección absoluta de los bienes ahora englobados bajo esta noción. De este modo, la función estatal de garante del orden se ha transformado en una función de gestión de riesgos -para el medio ambiente, la salud y la seguridad de los ciudadanos y para otros bienes y derechos de carácter colectivo-. Esta función sigue en manos del Estado, pero su concreta plasmación no es ya una responsabilidad exclusiva de éste. Es, al mismo tiempo, una responsabilidad de la sociedad. Para hacer frente a una responsabilidad como ésta, la sociedad, haciendo uso de los recursos de los que dispone –esto es, con base en su autoridad, su propia capacidad de reflexión y, en ocasiones, utilizando el poder que le confiere el reconocimiento de ciertas parcelas de autonomía- se ve impulsada a profundizar en el desarrollo de múltiples y diversos instrumentos de autorregulación. Tales instrumentos –de contenido normativo, declarativo o resolutivo-, poseen un claro paralelismo con los utilizados tradicionalmente por la Administración en su actividad de policía. A diferencia de éstos, sin embargo, aquéllos no poseen idéntico carácter coactivo, puesto que no derivan ni de una atribución ni de una delegación de potestades. El Estado no renuncia a, ni traslada a la sociedad, su poder jurídico, pero tampoco permanece indiferente ante esta realidad. Asumiendo con decisión su papel de garante último del orden público pone, en cierto modo, los recursos de la sociedad su servicio, en una suerte de instrumentalización pública de la autorregulación. Así, en ejercicio de su función reguladora, consigue que los instrumentos de autorregulación sirvan efectivamente a los fines propuestos, posean unos efectos muy similares a los que son propios de la regulación de policía y se vean revestidos también de paralelas garantías. La noción de función pública, en sentido amplio, que identificaría los fines del Estado, debería integrar la responsabilidad privada en la satisfacción de los mismos. El segundo de los aspectos que queremos señalar está directamente relacionado con el concepto de autorregulación regulada. Se propone circunscribir los usos de esta expresión, así como la tipología de sus elementos, a los que han sido delimitados en este trabajo. Son, por lo demás, las realidades englobadas en su extensión las que tienden a complementar o sustituir la actividad administrativa de policía. La autorregulación se presenta así como una manifestación de la capacidad que poseen los sujetos privados de dotarse de estructuras –que, en función de sus características pueden ser clasificadas de simples o primarias; complejas o secundarias; o difusas- que cumplen la función de aprobar y garantizar el cumplimiento de las normas de comportamiento que deben respetarse en el ejercicio de actividades que requieren un cierto grado de especialización o profesionalización. La articulación de las profesiones en torno a unos conocimientos técnicos especializados, y a una concepción ética común acerca de su función social, permite sostener que la autorregulación que emerge de tales estructuras posee un elevado componente técnico –reglas técnicas, normas técnicas, lex artis, protocolos de actuación, manuales de buenas prácticas, certificaciones técnicas- y/o una importante carga ética –códigos éticos, códigos de conducta, organismos de autocontrol-. Ello explica que, en aquellos ámbitos dominados por una elevada complejidad técnica o ética, el cumplimiento de los expedientes de autorregulación facilite enormemente la ejecución del Derecho. Reparar en este dato permite a las instancias públicas suplir el persistente déficit de ejecución de sus decisiones a través de la utilización instrumental de la autorregulación. La regulación pública de la autorregulación debe ser analizada, pues, como una técnica que intenta compensar la disminución de la incidencia de la regulación jurídica –la regulación en sentido tradicional: reglamentación, control, inspección y sanción- en el orden social. Atendiendo a la limitada capacidad de actuación del Estado a través de la utilización de instrumentos coactivos, parece lógico que éste persiga la consecución de sus objetivos a través de modos de regulación más neutros –regulación de la autorregulación técnica- y/o más axiológicos –regulación de la autorregulación ética-. Resulta inevitable, ello no obstante, que la regulación pública de la autorregulación acentúe el paralelismo existente entre las manifestaciones de la autorregulación regulada y los instrumentos de regulación característicos de la actividad administrativa de policía. Dicho paralelismo permite clasificar los instrumentos de autorregulación en: instrumentos normativos de autorregulación –que poseen una racionalidad paralela a la que es propia de los reglamentos administrativos-; instrumentos declarativos de autorregulación –asimilable a los actos administrativos de contenido declarativo-; e instrumentos resolutivos de autorregulación –con vocación de sustituir la actividad pública de resolución de conflictos y las sanciones administrativas-. Si bien en su acepción originaria el término “regulación” aludía a la actividad administrativa de policía, para no dar lugar a confusión, se acepta que, en la actualidad, debe entenderse por “regulación” toda actividad estatal de intervención en la sociedad. Una fórmula más de regulación, entre otras igualmente novedosas, es, en definitiva, la regulación pública de la autorregulación. Mediante esta técnica se persigue corresponsabilizar a la sociedad en la minimización de los riesgos por ella generados, con el objeto de facilitar la función de garante que tiene atribuida el Estado. La garantía del orden público, transformada hoy en una función de minimización de riesgos imposibles de eliminar por completo, sigue siendo, obviamente, una función primaria del Estado, pero es también una función que compete a determinados sectores de la sociedad. Esta nueva distribución de responsabilidades, impulsada decididamente por el Derecho comunitario, comporta la sujeción de las actividades empresariales y profesionales a unas obligaciones -asumidas voluntariamente o, de no ser así, impuestas jurídicamente o de facto por los poderes públicos- que denotan una notable elevación de la intervención pública en la sociedad. Esta intensificación de la intervención estatal se produce, paradójicamente, bajo una aparente tendencia de signo inverso, puesto que deriva de la complementariedad o, incluso, de la sustitución, de la regulación de policía por la autorregulación regulada. En los ámbitos analizados en este trabajo se produce una descarga del Estado, consistente en la simplificación de la actividad administrativa directa, cuyo lugar ocupan, ahora, concretos instrumentos de autorregulación. Se cumplen de este modo dos objetivos en apariencia contradictorios: la descarga del Estado y la elevación de los niveles de protección de la seguridad de los ciudadanos. Los imperativos derivados de la desregulación se materializan mediante una contención del ejercicio de la potestad reglamentaria y una disminución de los controles, preventivos o represivos, realizados directamente por la Administración –o por quienes actúan por encargo de la misma-. La elevación de los niveles de protección de los más preciados bienes y derechos colectivos puede ser alcanzada mediante una adecuada gestión de los riesgos; en suma, mediante la elevación de la responsabilidad de los sujetos que, con su actividad cotidiana, ponen en peligro tales bienes y derechos. El aumento de la responsabilidad social puede ser fruto –y debería profundizarse en esta línea- de la propia capacidad de reflexión de quienes tienen en sus manos el poder y la capacidad de incidir en el destino de los titulares de los bienes y derechos mencionados. Puede responder también a los particulares intereses de quienes se autorregulan. Pero es ya, indiscutiblemente, una responsabilidad impuesta, en muchos casos, o impulsada, en todos ellos, por el legislador –estatal o comunitario- y por la Administración, mediante la regulación pública de la autorregulación. Hemos clasificado las formas de regulación pública de la autorregulación en las tres siguientes. La primera, la más débil en ci

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732 pag.

Análise e Desenvolvimento de Sistemas Universidad Distrital-Francisco Jose De CaldasUniversidad Distrital-Francisco Jose De Caldas

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